La Casa Barrientos
Paula Camila O. Lema

La Casa Barrientos

Casa Barrientos. Paulo Emilio Restrepo, 1900.


El día que la casa se convirtió en una biblioteca para niños, el primero en acercarse fue, cómo no, un niño. “¿Ya podemos entrar?”, preguntó. Apostado en la puerta, Pablo Monsalve, auxiliar de bibliotecas de Comfenalco, le dijo sí, claro, bienvenido, y el niño corrió hasta la Avenida La Playa, atravesó el antejardín, gritó: “papá, mamá, ¡ya podemos entrar a la casa embrujada!”.

La casa Barrientos, ese mito de la Medellín que fue, cuando la ciudad aún era joven, la quebrada Santa Elena corría libre y limpia entre árboles frondosos y los ricos habitaban las casaquintas que habían construido en sus márgenes y que después derrumbaron en nombre del progreso. La de los Barrientos no era la más linda ni la más lujosa ni la más grande, porque se sabe que eran austeros, se dice que tacaños, como se dicen tantas tantísimas cosas de ellos y de la casa. Nunca fue tan de mostrar como el Palacio Arzobispal, que se levantaba enfrente, o la casa de los Gutiérrez, ubicada un poco más arriba, y por eso no se sabe cuándo fue construida ni por quién, aunque casi todos aventuran alguna fecha, algunos hasta el nombre del que la construyó. Estuvo abandonada (y ocasionalmente ocupada) durante trece años, por un lío que incluyó testamentos falsos y un contador devenido en albacea del que se dicen tantísimas cosas más. Y en 2005, después de haber estado nueve años en manos del ICBF, como sucede en el país con los bienes sin dueños ni herederos –“mostrencos”–, la recibió el Municipio de Medellín. Para entonces la casa ya estaba derruida, pero había sido declarada patrimonio arquitectónico. La plata para la restauración se demoró, la restauró la Fundación Ferrocarril de Antioquia en un año y medio, y en 2007 su administración quedó en manos de la caja de compensación y se convirtió en la Casa de la Lectura Infantil. Desde entonces, en la casa conviven niños, mitos y fantasmas.

La Casa Barrientos

La que tal vez sea la investigación histórica más completa de la casa la hizo la Fundación Ferrocarril de Antioquia, un trabajo que aún está inédito, dirigido por el arquitecto e historiador Luis Fernando González y financiado por la Alcaldía de Medellín en el marco de la restauración. Según la investigación, la casa, muestra más o menos representativa de la arquitectura doméstica urbana de finales del XIX y principios del XX, la mandó a construir el señor José Lorenzo Posada en algún momento entre las décadas del setenta y ochenta del XIX, cuando La Playa era un eje por el que paseaban ricos y turistas, a esa parte de la avenida le decían Quebrada Arriba y a esa margen del río, “Avenida Izquierda”. Tenía una sola planta, paredes de tapia y un patio lateral. De estricto estilo colonial, no aparecía en los inventarios arquitectónicos de la época ni en los archivos fotográficos de los principales fotógrafos de la ciudad. Algunos aseguran que la construyó Charles Carré, el arquitecto francés, pero cuando él llegó al país, a mediados de 1889, la casa ya existía.

En 1879, Dolores Posada Jaramillo, hija de don Lorenzo, la heredó a sus cinco hijas, quienes se la vendieron a Antonio J. Gutiérrez en 1888. Antes de 1895, en una fecha que también es incierta, la casa fue remodelada –dicen también que por Charles Carré, pero ninguna evidencia lo sustenta– y convertida en lo que es hoy: la planta se extendió hasta un segundo patio, construyeron una cuarta alcoba y un baño de inmersión, ampliaron las habitaciones y les hicieron vestieres (debajo de los cuales se formó un túnel que desembocaba en una entrada alterna conocida como la puerta muerta). También construyeron un desván con lumbreras, una torre que en sus mejores tiempos tuvo un gallo coronando el chapitel y una escalera de caracol que conectaba dicha torre con el primer piso. Además, cambiaron por completo la fachada de la casa por una muy francesa. En 1919 Antonio J. Gutiérrez le vendió a Maximiliano Correa la casa, que luego pasó por varias manos y sucesivas negociaciones hasta llegar, en diciembre de 1925, a las de los hermanos Barrientos, quienes la compraron por 35 mil pesos y luego la ampliaron hacia el solar y le construyeron habitaciones para la servidumbre en una segunda planta.

Para cuando murió el último de los Barrientos –Federico–, a finales de 1982, la casa ya no llegaba hasta el otro lado –la calle Colombia– y tenía poco más de 900 metros de área construida. La quebrada había sido cubierta de cemento, el antiguo paseo invadido por los autos, y casi todas las edificaciones de esa época demolidas y reemplazadas por edificios. Los líos de sucesión, que incluyeron la anulación de un testamento cerrado porque los testigos eran los herederos, duraron trece años. Entretanto fue ocupada por venteros ambulantes, mercados populares, ventas de electrodomésticos y, avanzado el deterioro, callejosos que la cogieron de inquilinato. Durante ese lapso, también fue saqueada: se robaron primero las pinturas, los muebles de madera fina y las lámparas y arañas de cristal, y más tarde apliques, decoraciones, vidrios de puertas y ventanas, bajantes, canoas, las estatuas que decoraban la fuente del antejardín y el baño de inmersión... Cuando la recibió el ICBF, en 1996, el oratorio era un arrume de escombros en el piso, las paredes estaban agrietadas, los techos y cielorrasos plagados de moho, las tejas y columnas rotas y los baldosines traídos de Europa cubiertos de mugre.

La Casa Barrientos

En Comfenalco, el que más sabe de la casa es Pablo, “el gran scout”, auxiliar de biblioteca desde hace nueve años, historiador casi profesional. Digamos que es viernes y en la bebeteca, que antes fuera la habitación de las dos hermanas Barrientos –Isabel y Emilia–, suena una pandereta, la voz dulce de la promotora, los gorjeos de una veintena de infantes, mientras en las demás salas se reparten varios niños y niñas, y en torno al primer patio alguna señora espera algo o alguien. Mientras recorre la casa en visita guiada personalizada, Pablo cuenta lo que sabe de su historia, los cuentos de la gente, las mentiras de los medios y, por supuesto, sus propias teorías. Dice, por ejemplo, que la reforma que la afrancesó pudo ser obra de Juan Lalinde. Cita, porque le parecen graciosas, las razones esgrimidas en algún documento oficial para cubrir, entre 1925 y 1950, la quebrada Santa Elena: “El afeo y los malos olores”. Desmiente algunos rumores, como el que dice que mientras estuvo abandonada una grúa se llevó la inmensa caja fuerte de los Barrientos, llena de lingotes de oro, joyas, plata y acciones. Es cierto que una noche una grúa aparcó en La Playa, dice Pablo, pero fue para llevarse la puerta del comedor de la casa, que al parecer era de madera fina y había sido tallada con mucha delicadeza por algún ebanista de la época, probablemente el mismo que hizo la escalera de caracol de comino crespo traído de Urrao, sólida estructura sin un solo clavo de acero que sí sobrevivió al saqueo.

Al igual que otros auxiliares y promotores, desde la inauguración Pablo ha recibido a mucha gente que llega a preguntar por la casa y a veces entrega un pedazo del relato (casi siempre imaginado, aunque a veces no). De los “solterones Barrientos”, como insiste la prensa, se sabe muy poco. Eran cinco: Miguel, Federico, Juan, Emilia e Isabel, hijos de Alejandro Barrientos Fonnegra y María Josefa Uribe, una de las familias más ricas de la Medellín de entonces. Por los archivos históricos, se sabe que Isabel murió en 1965 y Emilia en 1971, pero poco más que eso. Se comenta que eran silenciosos, retraídos. Que nunca quisieron casarse porque no encontraron quién los iguala en alcurnia, que no dejaban entrar a nadie en la casa a menos que el apellido rimbombara, que las hermanas tenían prohibida la cercanía de cualquier hombre. De los tres hermanos solo se supo la profesión de Juan, abogado que nunca ejerció porque para qué. La muerte de los dos últimos, Juan y Federico, levanta todo tipo de suspicacias, y se acusa de cosas terribles al contador (albacea, testigo y heredero del testamento nulo). Se supone que muchos removieron la tierra en busca de guacas, las riquezas embolatadas de los hermanos, pero la verdadera guaca, como dice Pablo, la encontraron cuando el ICBF siguió el rastro del dinero y lo encontró en manos del contador, repartido en cuentas bancarias, acciones y propiedades. Para entonces, el inventario de bienes –sin contar lo que se sustrajo de la casa– estaba entre los seis mil y los diez millones de pesos, pero el albacea solo entregó al ICBF un poco más de cuatro mil millones, según un reportaje del periódico El Mundo. “Aparecieron un montón de testamentos. Algunos decían que la casa se la habían dejado a las ánimas benditas del purgatorio, otros decían que a las mascotas, en un periódico que a los perros y en otro que a los gatos. Venía gente que se sentaba a hablar con nosotros de buenas a primeras y decía que la casa iba a ser para ellos, que tenían el testamento que sí era el original”, relata Pablo.

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Y están los fantasmas, claro, y la pregunta más recurrente de las que le han hecho a Pablo: “¿En esta casa espantan?”. Los vendedores de mercados populares decían que escuchaban a los hermanos gemir y llorar. Un vecino del edificio de enfrente asegura haber visto un espectro, pero tal vez fuera el vigilante enruanado que el ICBF contrató para cuidarla. Muchos han escuchado llantos infantiles en el baño de inmersión, quizás el fantasma de un bebé ahogado por una callejosa durante el abandono, pero seguramente provienen de los cuartos de maternidad de la vecina Clínica Soma: “Cuando yo le tumbo ese rumor a la gente, le da piedra”, dice Pablo.

Cuenta también Pablo que de la gente que se ha acercado a contar historias de la casa, los únicos que han hablado bien de los hermanos son el hijo del contador y el enfermero, don Abraham García. El señor, ya viejo y enfermo cuando se acercó a la casa recién restaurada, dijo que fue requerido por los hermanos para ayudar a morir a Juan porque odiaban las clínicas, pero el primero en morirse fue Miguel y él terminó acompañando a los tres hasta sus últimos días. Cuando llegó a la casa, Miguel llevaba tres años postrados y su habitación hedía. Tuvo que sacarlo todo, limpiar algunas cosas, botar otras, despegarle al viejo las medias que llevaba puestas tres años. Contó el enfermero que les gustaba dar limosna, y que es imposible que leyeran poetas malditos en la buhardilla, como se comenta, porque eran muy camanduleros, y más aún que hicieran fiestas en el desván, porque no les gustaba socializar y ese lugar no era más que un guardadero de palos y rebujo. También dijo que a la muerte de Miguel, Federico y Juan quemaron muchos papeles para que nadie supiera nada de ellos. Y sobre el misterio de la muerte de Federico, explicó que no se rodó por las escaleras de caracol sino por las de la entrada, y que no murió inmediatamente sino tiempo después, postrado en cama por una fractura en el fémur.

Es posible que don Abraham ya esté difunto, y del contador se rumorea que se fue para Estados Unidos sin un centavo, regresó y ahora nadie sabe dónde está. Pablo sí vio sombras en el auditorio pero le dio susto quedarse a averiguar qué las causaba. No importa cuánto se esfuercen, no han podido averiguar por dónde se meten las palomas que invaden el techo. Y siguen sin saber el origen e historia de la estrella de siete puntas que hay en la mitad del primer patio, cuya punta impar apunta hacia el sur y en el centro tiene una azalea fucsia sembrada por los restauradores... Tal vez algún día un visitante despeje esos misterios. Entretanto, la casa la habitan bebés y niños, muchos de ellos hijos de vendedores ambulantes, criados en la calle, para quienes han tenido que establecer reglas claras. A veces van padres, a veces van maestros, a veces sordos y ciegos, pero sobre todo niños. Unas 800 personas en días suaves, hasta 1.500 en días agitados, muchos más en diciembre y épocas vacacionales.

Que la casa –habitada durante tantos años por beatos, abandonada y luego saqueada por ladrones y oportunistas– ahora sea territorio infantil, le parece a Pablo la mejor reivindicación.

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