La plaza de los muñecos
Andrés Delgado

La plaza de los muñecos

Sentada en una mesa con sombrilla del Café Botero, mirando el soleado Parque de las Esculturas, Carla bebe un trago de vino tinto y dice corrosiva: “odio el Centro de Medellín”.

Son las tres de la tarde del sábado, un sol radiante domina el cielo limpio y la brisa agita las palmeras custodiadas por las putas del sector. Desde la terraza veo las esculturas de Botero y la gente que habita y cruza la plaza. En una de las zonas verdes sombreadas hay un par de novios abrazándose con las piernas. Al frente, un sujeto desarreglado de barba negra y larga alza los brazos al cielo, cierra los ojos y grita su amor por Jesús. Más allá, un muchacho de gorra posa para una foto dándole un piquito pícaro al pubis de Eva.

Carla Madrid es funcionaria de la Contraloría de Medellín en temas de ciudadanía. Debe tener unos 35 años. Está vestida con una combinación blanco-rojo Marlboro: sandalias rojas, vestido blanco y corto, cinturón rojo con hebilla argentina, pulseras rojas iguales a los aretes, largos hasta los hombros. Su oficina está acá, al frente del Café Botero, en el edificio Miguel de Aguinaga.

“Odio el Centro”. Su comentario incisivo y violento me despabila. El Centro le parece feo, sucio y peligroso. Todos los días viene a trabajar, pero detesta tener que hacerlo. Cuenta que un muchacho estaba esperando a un amigo en la entrada del Miguel de Aguinaga, se sintió mareado y para recuperarse entró a la recepción. Carla señala la entrada del edificio, protegida por cuatro vigilantes privados y un policía en moto. El muchacho dio varios pasos y tuvo que sentarse en el piso. Lo llevaron al hospital. Durante la espera, en la acera, le dieron escopolamina, y quién sabe qué le iban a hacer. “El Centro es espantoso”, insiste Carla.

Yo me quedo callado y miro la gente que posa con las esculturas para las fotos. Los gordos de Botero están sustraídos de la violencia y sordidez de los alrededores del parque. Dicen que acariciarle el pubis a una mujer trae buena suerte. Será por eso que el de Eva está brillante.

La plaza de los muñecos

La Plaza de Botero se distingue de otros parques de Medellín porque tiene varios penes y vaginas al aire. Asépticos, lisos, esterilizados de todo vello púbico. El carácter púbico exhibido en el espacio público.

Carla tiene en el pelo castaño una pañoleta blanca a modo de balaca. El contraste es categórico: las sandalias rojas y los pies blancos, el cinturón rojo y el vestido blanco. Es esbelta y sus piernas son delgadas como patas de insecto. Tiene lentes oscuros, gigantes y redondos. Señala la entrada de un parqueadero público y cuenta que a una funcionaria de la Contraloría la apretaron allí y le inyectaron a la fuerza varios milímetros de cianuro, pero no la mataron.
–¿Y por qué le hicieron eso? –pregunto.
–¡Ah, yo no sé! El Centro es muy peligroso, Andrés, olvídese.
A mí no me gusta para nada –dice ella.
El vino que toma es un Santa Rita Cabernet Sauvignon de 99.900 pesos. Una cerveza callejera vale 1.500, y en el Café Botero cuesta 7.900. Un tinto vale 2.900, y el que vende esa señora de chanclas que está sentada abajo, en una banca del parque, a tres pasos de distancia, vale 300.
–Todos en la Contraloría viven paniquiados –dice Carla–. Algunos traen coca para no salir a la calle. Los más arriesgados van a Junín, y a veces vienen acá, al Café Botero. Cuando tengo que hacer alguna vuelta en el Centro traigo zapatillas planas y me cambio los tacones. No entiendo a estos turistas. Amo mi ciudad, pero nunca vendría de paseo por acá. Qué peligro.

***

Sentado en una banca del parque, tomándome un tinto que me vendió doña Rosa, veo a unos niños tirados en el piso de la plaza, jugando a que están nadando. Carla se fue hace rato. A mi lado está doña Rosa, sosteniendo su termo de tinto. Es gordita, viste una falda que le llega a las rodillas y chanclas que le dejan frescos los dedos regordetes. Tiene el pelo reseco cogido en una moña. Está mueca pero sabe reírse sin mostrar los dientes faltantes. Antes, cuando le pedí el tinto y me quedé parado, me dijo: “bien pueda siéntese acá conmigo y se toma su tinto tranquilo”.

Por la plaza pasa un grupo de turistas rubios. Hombres de chanclitas y mochos, barbudos y desgreñados. Recorren el mundo todos pecuecudos, y lo peor es que mis amigas viven enamoradas de ellos. Las mujeres que los acompañan son patisecas, larguiruchas como palmeras y desgarbadas como garfios.

En la plaza un vaso de guarapo de caña con hielo cuesta 200 pesos, una porción de papaya 500 y un mango 300. Entrar al baño público vale 700 y un chococono 500. Aguacates a mil. Todo a 200, “más barato que en China”. Afiches de amor: “¿Dónde te soñé?”, “Tu amistad es un tesoro”. Los comerciantes tienen prohibido usar megáfono. La competencia es a pulmón limpio, para que el ambiente no se congestione con tanto pregón.

Esta plaza tiene la cultura hiriente de la calle y la cultura trapeada del museo. Doña Rosa explica su negocio. El termo que tiene es de su propiedad. A las diez de la mañana viene a trabajar, pero antes pasa por un negocio donde le recargan el termo, al que le caben diez tintos, por un valor de mil pesos. Con las ventas cubre el costo de la recarga y le quedan dos mil. Lo habitual es que venda entre tres y cuatro termos diarios. Doña Rosa también trabaja los domingos: “es un día muy bueno”, dice. El peor es el miércoles, pero no sabe explicarme qué pasa con ese día. Cada mes puede ganar entre 180 mil y 240 mil. Cuando hacemos las cuentas me mira sonriente y orgullosa.

–Yo no necesito un hombre que me mantenga –dice–. Los hombres me han pagado muy mal.
Cuenta que su último esposo fue apresado con dos kilos de marihuana y dos docenas de papeletas de perico. Lo condenaron a cuatro años de cárcel. Ella lo visitó dos años, pero lo dejó cuando descubrió que tenía amoríos con el marica del patio.
–Pero él ya se alivió de eso –dice.
–¿Y por qué no volvés con él?
–Si hubiera sido con una mujer, lo perdono –dice–, pero con otro hombre no.

Le pregunto si le gusta el Centro.
–Sí, claro, y el Parque de Gotero tiene mucho ambiente.
–¿Qué te gusta?
–Me gusta la gente, el ambiente… La gente, el ambiente, y los muñecos de Gotero –dice.
–¿Y qué te gusta de las gordas?
–El culito –dice maliciosa.
–¿Sí? ¿Y eso?
–Me gustan porque son muy suavecitos.
–¿Y cuál de los gordos te gusta más?
Doña Rosa le pasa revista a los muñecos.
–Me gusta ese –dice, y señala el Soldado romano.
–¿Y por qué te gusta?
–Porque tiene el pipí chiquito.

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La plaza de los muñecos

Mario Vargas Llosa dijo que los gordos de Botero carecen de sensualidad, porque notó que tenían los sexos pequeños. Dijo, además, que están sustraídos del tiempo, indiferentes. Yo creo por el contrario que la obra de Botero da esa sensación de equilibrio y paz hasta que vas y le pasás a Eva la mano por la entrepierna, lo que hace todo el que viene a tomarse una foto con ella. El mundo de Botero parece compacto y aséptico, pero no. La sensualidad de estas figuras está en sus carnes, en sus gestos, en sus poses. Mano de 1992, por ejemplo, con el dedo índice levemente levantado en un plástico y discreto fuck you. Que los gordos se vean cerrados y limpios no quita que tengan un tremendo atractivo. La Mujer con espejo tiene esa tranquilidad del que se desnuda en la casa y hace el desayuno a cuero limpio. En ese acto desprevenido está su erotismo. Parece carecer de deseo, pero ahí está la trampa, porque nada más arrogante y seductor que la desnudez vestida de indiferencia.

***

Cuando tenía siete años, cada ocho días, en la mañana, mi mamá nos llevaba a mi hermano y a mí a la cafetería La Sorpresa, en toda la esquina entre Carabobo y la Avenida de Greiff. Allí, muy puntual, siempre estaba sentado mi papá, esperándonos. Mi mamá saludaba y se iba. Los domingos eran de mi papá. Con él íbamos a matiné al Teatro El Cid, al Odeón, al Junín, al Lido. O a escuchar la retreta en el Parque Bolívar. Mecatiábamos en La Sorpresa, en cuya lista de precios decía: “El que no conoce La Sorpresa, no conoce a Medellín”; o caminábamos mientras chupábamos cono. Ese fue mi primer contacto con estas calles, cuando no existía el Parque de las Esculturas. Pero esto no es un parque, sino una increíble telaraña multicolor que se adhiere al alma con aliento propio.

En 1993 cursaba séptimo grado y me tocaba coger el bus a todo el frente de La Red, un bar atendido por coperas que todavía existe, allí, delante del Café Botero. En el segundo piso había alcobas, y uno, sentado en la buseta a las seis de la tarde, veía subir a la nena cogida de la mano de un man embambado. En esa época todavía se podían usar bambas en el Centro a las seis de la tarde. Y ni hablar de las putas que le daban la vuelta a la antigua sede del Museo de Antioquia, vecino de la iglesia de La Veracruz. El Museo de Antioquia siempre ha estado custodiado por putas. El sueño de aquella época era llevarnos a la cama a alguna, o entrar al Sinfonía a ver porno. De todas esas cosas que viví en el Centro me llega su seducción, pero ahora también el hastío.

Luego, cuando entré a la universidad y conseguí novia, iba con ella al edificio Rafael Uribe recién dispuesto como Palacio de la Cultura. Y como se mantenía solo, y los pasillos fantasmales eran todos para nosotros, nos encerrábamos en el baño de mujeres; uno estudiando no mantiene plata ni para pagarse un rato en Residencias Rivoli. Luego, bajo el melancólico efecto, nos íbamos a mirar el Metro y la Plazuela Nutibara desde la terraza, y hasta ganas nos daban de cumplir con el legendario suicidio tirándonos desde la altura del Palacio.

***

Carla Madrid es bonita, aunque acumule suficientes horas de vuelo. Sentada al frente mío, en la mesa del Café Botero, cruza una pierna. El ruedo del vestido deja libre la rodilla. Lleva tiempo sin broncearse. Las corrientes de aire agitan las palmeras. Ella abre el bolso y saca una cajetilla de cigarrillos. Enciende uno y fuma con los dedos estirados. Sus uñas están barnizadas de rojo, y el cigarrillo blanco les aumenta el carácter. Empina el codo y tensiona los dedos. Estira los labios y le propina un beso a la punta del filtro. Inhala. Detiene el aire en los pulmones. Luego exhala con suavidad el humo, alzando la cabeza, y en el cuello se le dibuja una vena azul.

Mientras hablamos, Carla me aclara: el contralor es el que cuida los recursos fiscales de la ciudad. Un contralor, un personero, un alcalde, ganan entre once y doce millones de pesos. Carla se gana siete millones mensuales. Tiene un reloj marca Mulco de 1,7 millones de pesos y un iPhone de un millón. Lleva un bolso Louis Vuitton y conduce un Audi A4. Me dice que en ocho días se va de vacaciones con el novio para Boston, Estados Unidos, y que ya tienen boletas para un juego de béisbol. Vive en La Calera, por la transversal superior, en una casa de 300 metros cuadrados. Dice que está mal para llegar a fin de mes. La plata no le alcanza. Dice que ahorra 1,5 millones cada mes y “solo le llegan dos millones”; el resto se va en impuestos, retefuente, fondo de solidaridad, eps, pensiones. Además, paga parqueadero a 122 mil, mes anticipado.

Desde donde estamos podemos ver la boca de Tejelo, la calle que da a la plaza Rojas Pinillas, un pasaje peatonal donde hay carnicerías, mercados, confiterías, licoreras, bares con vallenatos, rancheras y despechos a todo taco. Casetas de venta de verduras y pescado. Jugos y cacharros. Tejelo sigue oliendo a lo que olía antes: a alcantarilla, a bar, a verdura podrida, a herrumbre.

Un parque es un corazón con arterias, un pulpo donde nacen los tentáculos que son las calles. Al frente de la terraza hay una señora que vende tinto. Está sentada y tostada por el sol. Ahora, cuando despache a Carla, me voy a ir a tomar tinto con esa señora. Le voy a preguntar qué haría con un sueldo de siete millones de pesos, y si le gusta el Parque de las Esculturas.

La plaza de los muñecos

 

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