Promesa de una Villa Nueva
Roberto Luis Jaramillo

Promesa de una Villa Nueva

Tyrell Moore sueña con el Parque de Bolívar. Dibujo de Elizabeth Builes. Grafito y tinta china sobre papel, 2016.


Medellín tiende al Norte, cual aguja.
Tomás Carrasquilla

Caminos y camellones

En los primeros años del siglo XIX el caserío donde se asentaba la villa de Medellín estaba ya tan estrecho y poblado que el cabildo decidió demarcar dos barrios urbanos: el de San Lorenzo, que era el viejo casco colonial, y el de San Benito, nuevo poblado ubicado en la Calle Real que bajaba de la plaza al río. Cada uno tendría su propio “alcalde de barrio”, y ambos estarían limitados por la quebrada Santa Elena. La villa era cruce de caminos: uno que subía por la orilla derecha de la quebrada a buscar el altiplano de Rionegro; el que bajaba paralelo a la misma quebrada y llegaba hasta el río, pasando por la barriada de San Benito; el que giraba al sur de la Plazuela de San Francisco y pasaba por el cementerio para llevar al caminante por el arrabal de La Asomadera, desde donde se podían ver las partidas para Envigado, El Guayabal, Itagüí, La Estrella y El Prado; y otros dos que interesan para esta historia: el de El Chumbimbo, paralelo a la banda izquierda de la quebrada –hoy la calle Maracaibo–, que giraba hacia Guarne y Piedras Blancas, y el último, el Camino Real, que al salir de la plaza llevaba a Hato Viejo y seguía hasta El Hatillo, otra partida que conducía a Barbosa y a las minas del Porce y Santo Domingo, y al camino que subía al altiplano de Los Osos y se dispersaba hasta los sitios mineros del norte de la provincia. Se llamará la atención sobre dos arrabales, el uno entablado en El Chumbimbo, a orillas del arroyo de La Loca, y el otro formado a la vera del Camino Real hacia Hato Viejo.

Veinte años después de que Medellín fuera declarada capital de la provincia de Antioquia el crecimiento de la población no se notaba, pues los veinte mil habitantes de la jurisdicción se repartían entre lo urbano y lo rural, entre la banda oriental del río y Otrabanda, al occidente. Los campesinos de San Cristóbal eran hortelanos; los agricultores de El Aguacatal, El Guayabal y Belén surtían a todos de lo que sembraban, así como de la miel; por su parte, los cañaduzales y hatos del norte proveían de panela y carne a toda la vieja villa y al norte de la provincia, donde se explotaban muchísimas minas de oro; uno que otro ojo de sal o chupadero era suficiente para sazonar la villa. Mineros y tratantes, funcionarios y clérigos, comerciantes y monjas del Carmen, pulperos y artesanos, agiotistas y ladroncitos, contrabandistas, abigeos y arrieros movían toda la economía. La mitad de los pobladores del Valle de Aburrá se asentaban en el riñón o centro de la ciudad y en sus arrabales.

Arrabales y barrios del norte

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Parque Bolívar. Pastor Restrepo, 1875.


Tenía Medellín dos curatos y muchos clérigos, malos caminos de entrada y de salida en todas las direcciones, un promisorio colegio provincial, un obispo de Antioquia fuera de su sede porque se amañaba aquí, y una caja de ahorros, abierta cuando los más avaros al fin gastaron en la compra de mangas, pequeños lotes y solares diminutos con casitas, mediasaguas y ranchos, contiguos al casco urbano, con la esperanza de practicar la especulación en mejores tiempos. Las viviendas comenzaban a ser divididas, para acomodar más familias y adecuarles tiendas a los muchos mercaderes, pulperos, cantineros y artesanos que rebuscaban el sustento. También se asentaban en Medellín los nietos pueblerinos de los blancos pobres, estrechos y hambreados que habían salido años atrás del Valle de Aburrá a fungir como colonizadores, mineros o arrieros en el norte o en el suroeste. Entonces llegó de Santa Rosa, Yarumal, Anorí, Amagá, Fredonia y Titiribí un grupo de adinerados que se establecieron aquí, entraron los hijos al colegio, compraron las mejores casas de la plaza mayor y la Calle del Comercio, y cuanta manga vieron, pues el riñón ya era estrecho y se necesitaba una explosión urbana. Los recién llegados hicieron política, remedaron risibles modales burgueses, abultaron su panza y compraron el eterno descanso en el nuevo Cementerio San Pedro, pues el viejo espantadero de San Lorenzo quedó como sepulcro de los muertos pobres.

El mejor negocio

El antiguo peón y arriero que había traído a la provincia la noticia del “triunfo de Boyacá en los campos” era un corto ganadero, un pasable matarife y un buen carnicero. Se llamaba Jerónimo Arteaga y se estableció junto al Puente de Arcos, levantado durante la Guerra de Independencia con planos de ‘El Sabio’ Caldas, que comunicaba a la villa con el Camino del Norte. Este carnicero fue el primero en abrir faena con el negocio de la especulación en todas sus formas: compras, ventas, hipotecas, remates, promesas y retractos sobre medianos y diminutos terrenos inmediatos al puente, El Guayabal, El Chumbimbo, por donde hoy se empina el barrio Prado. Arteaga, pues, se les adelantó a los nuevos ricos y a los pudientes en el negocio de comprar mangas para venderlas por lotes, solares, o solarcitos ínfimos, sin asomo de orden, solo para atender la urgencia de cobijo; pero su incapacidad para lo futuro hizo que cayera entre remates y pobreza. Eso de orden, “policía urbana”, calles anchas e intentos de urbanismo serían linduras de los blancos, pocos años después, cuando pensaron en una plaza para recordar a Simón Bolívar.

Arteaga les había señalado la estrategia, y pronto le apareció un competidor, un nuevo rico, un comerciante de los llamados “jamaiquinos”, don Gabriel Echeverri; todo un premoderno, como dicen ahora, que de muchacho jornalero y alquilado pasó a la arriería. Después fue dependiente de un almacén y con su dueño aprendió a escribir, a llevar libros, a empacar, a ahorrar, a viajar, a establecer relaciones mercantiles, a transportar valores hasta Bogotá, a conspirar contra Simón Bolívar, a huir y a viajar a Jamaica, donde mejoró su escuela y comprendió que el oro en polvo y las libranzas antioqueñas,un pagaré y la palabra empeñada valían mucho entre los ingleses, cuyo idioma aprendió a susurrar… Volvió a Medellín con mercancías europeas, abrió un almacén, juntó vales de deuda, capituló baldíos, colonizó, cultivó en grande y fundó poblados. Después fue cabildante, procurador, alcalde y gobernador, al tiempo que especulaba con tierras al otro lado de la quebrada Santa Elena, pues Medellín tenía que crecer hacia allá. En materia de negocios, Arteaga aceptó préstamos de usura y metió la pata, y Echeverri metió la mano; y de patas y manos, con la necesidad y la especulación se valorizaron los predios del arrabal del norte. Esas operaciones financieras fueron muy bien condensadas décadas después por el folclórico pensador local ‘Marañas’, que para burlarse de ellos dijo que “el mejor negocio de Medellín está en comprar mangas, y sentarse a aguantar hambre”.

Vieja villa y Villanueva

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Parque Bolívar. Fotografía Rodríguez, 1916.


El centro de Medellín –recostado en la quebrada Santa Elena– estaba limitado: no podía crecer hacia el sur o hacia el occidente porque los suelos eran pantanosos y malsanos, y al oriente las mangas eran caras y tenían un solo camino. Quedaban las mangas del norte, pero la quebrada estorbaba y el único paso cómodo era el Puente de Arcos (el de Las Pisas, a unas pocas varas, era tan provisional y peligroso que el horrendo callejón entre ambos era llamado “El Infierno”). El viejo casco de Medellín hervía entre el desaseo y la fetidez: las casas y tenduchas no tenían acueducto ni alcantarillas; los desagües eran las calles y los camellones sin piedra; el solar de las grandes casas servía de depósito de las cacas hogareñas y la basura semanal. Como aquello no podía eternizarse, la solución se ofreció cuando los del blanquerío pensaron en una villa nueva, opuesta a la vieja villa.

A Echeverri se sumaron varios ricachones como Juan P. Sañudo, Marcelino Restrepo, Cipriano Isaza, Manuel Uribe Ángel y míster James Tyrrel Moore, ingeniero de minas; ellos eran algunos de los más reconocidos liberales progresistas, además de negociantes que acapararon todos los predios disponibles al otro lado de la quebrada Santa Elena; lo mismo daba comprar en El Guayabal o en El Chumbimbo, en la quebrada Arriba o en la quebrada Abajo. El sector donde ahora están el Parque Bolívar y la Catedral se puede dibujar como un mangón con arrabal y muchos pobres dueños, andable por dos caminos, uno real y otro secundario; el real se llamó después Camellón de Bolívar, en cuya vera quedaban los restos de un camposanto colonial, y el secundario de La Nitrera, un polvorín que poca vida tuvo. Un poco más al norte estaban los cultivos de Los Muñoz, unos mestizos que por ser muy trabajadores se hicieron ricos y eran apreciados por los blancos, que querían casarlos con sus hijas. El Llano de Los Muñoz carga hoy con vías como Carabobo, Bolívar y Juan del Corral, edificaciones como la Facultad de Medicina y el Hospital San Vicente de Paúl, viviendas y varias funerarias… A pocos metros se veían los guayabales de Arteaga, situados entre la quebrada Santa Elena, el insano arroyo de La Loca, el Camellón de Bolívar y los comienzos de una humilde servidumbre que se transformó en el camino de El Chumbimbo, toponimia que se trocaba más arriba por El Guanábano, todo por buscarles la comba a esos dos palos. Ni se crea que esos predios eran cuadrados o redondos, porque eran globo informe en el terreno.

Cierto es que los predios del viejo Guayabal de Arteaga se valorizaron al pasar de mano en mano entre el blanquerío. Fueron manoseados con varias estrategias: enderezaron los senderos y el zigzag de servidumbres; trajeron las aguas desde los potreros para menudearla por pajas; trazaron calles anchas para que se vendieran sus solares; ofrecieron a la ciudad unas varas que les fueron aceptadas; soñaron con una plaza para recordar a Simón Bolívar, y la lograron. El londinense Moore –dicen que era presbiteriano– quiso pagar los favores recibidos en la Nueva Granada y donó un terreno para que se levantara en medio de sus mangas un templo cristiano, que es hoy la muy católica Catedral de Villanueva. Los nuevos ricos de Medellín no sabían qué cosa era el urbanismo, aunque lo practicaron bien, y se sentaron a esperar que pasara algo con los terrenos ofrecidos allí para un parque y un templo. Así nació, pues, el barrio Villanueva, con calles, catedral y Plaza de Bolívar, que al ser trazada, arborizada y embellecida se convirtió en el Parque Bolívar.

La donación del ingeniero inglés se firmó ante notario el 9 de mayo de 1857, eso sí, con condiciones: el lote que donaba “a los vecinos de Medellín” jamás se podría vender, y haría la entrega cuando se iniciara la edificación del templo cristiano, que quedaría rodeado de solares y solarcitos suyos. Al comienzo la toponimia de Bolívar jugó al ensayo y error: Moore hablaba de la “Plaza de Bolívar”, la municipalidad llamó “Camellón de Bolívar” al viejo camino; y cuando comenzaron a levantar casas sobre la calle Junín, trazada y nombrada así por míster Moore, y empezó a poblarse el Camellón de Bolívar, sonaron los nombres de “Barrio de Junín” y “Barrio Bolívar”, de todo el gusto del inglés. Se ignoran las razones de la curia para llamar “Plaza de Villanueva” a la que era “de Bolívar”; años más tarde, cuando ya se levantaba la Catedral y se urbanizaba el sector, escribían, con todo desparpajo, “Barrio de La Catedral”. Era el desconcierto normal del fin del siglo XIX.

Se ha mencionado el arroyo insano de La Loca, cuyas crecientes arrastraban suelos e inmundicias que depositaban en El Guayabal y en el Llano de Los Muñoz como limo y abono; también era una loca que exhalaba esencias nauseabundas, porque las tenerías, los lavaderos de ropas sucias y las viviendas de los muy pobres arrojaban allí todos los desperdicios. Era preciso intervenirla, y para proteger los bordes se le hicieron trinchos de piedra y frágiles senderos; pero los feos ranchos de los pobres seguían allí, y sus callejones dieron origen al gracioso nombre de la calle de El Calzoncillo, porque los calzoncillos de antes no eran cortos sino de manga larga, y la forma nueva de La Loca parecía una pierna. En ella habitaba el pintor Francisco A. Cano, que dizque cuando mandaba una carta a su casa ponía en el sobre: “Señora María Sanín. Calle del Calzoncillo. Pierna derecha. Medellín”.

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Parque Bolívar. Fotografía Rodríguez, 1922.


El desdichado parque tuvo que esperar mejores circunstancias, porque la guerra civil del sesenta impidió los proyectos. Con los cambios de mitad de siglo y las instituciones revolcadas, los dueños de El Guayabal y de El Chumbimbo apoyaron la guerra civil del general Mosquera, y cuando ganaron los rebeldes liberales disfrutaron de los decretos mosqueristas de tuición y desamortización, lo que dividió al bajo y al alto clero diocesano hasta el punto de hacerse mutuas recriminaciones, protestas y censuras que llevaron a un verdadero cisma en la iglesia católica antioqueña, solo resuelto al dar gusto a los godos de Medellín trayendo la sede diocesana para acá; y como La Candelaria era vieja e incapaz, ya sí que se necesitaba un templo católico desde el cual pudiera el obispo dictar su cátedra: la Catedral de Villanueva, frente al Parque Bolívar. Por obra y gracia de los concejales y del gobierno de Pedro Justo Berrío, lo que Moore describió como “templo cristiano” ellos y el clero lo entendieron como “catedral católica”.

Desarrollar un barrio tomando como punto de partida una plaza se tomó su tiempo, y requirió de una actividad entre pública y privada, sin impedimentos, ni dudas, ni reservas. El cabildo y la alcaldía vivían en la inopia, y se apoyaron en los dueños del proyecto de Villanueva. Ordenaron, oficialmente, abrir dos calles rectas en El Guayabal para prolongar Bolívar y la del atrio de La Candelaria, y para unir el Puente de Arcos y el de Las Pisas se mandó a abrir una calle nueva; por el lado privado, el ingeniero Moore borró el zigzag de caminitos y prolongó la calle Junín, amplia y recta, que terminaba en su Plaza de Bolívar. Los señores Botero E., nietos de don Gabriel Echeverri, cedieron al municipio unas pocas varas de su propia manga para abrir una pequeña calle entre la quebrada Santa Elena y El Chumbimbo; y como ya eran burgueses educados y les sonaba vulgar el camino de El Chumbimbo al llegar a El Guanábano, bautizaron la nueva vía con un nombre menos prosaico: calle de El Palo, y se pusieron en la tarea de urbanizar lo suyo. No tardaron en planearse y levantarse puentes para salvar la quebrada, y así nacieron, primero envigados y después de cal y canto, los de Palacé, Junín y El Palo. Los bordes de la quebrada tendrían sus avenidas arborizadas, y los ricos sus lindas quintas; así nació el malecón local de La Playa, que separa también a la villa nueva de la vieja.

Moore trazó calles y manzanas en ángulo recto, amplias, ventiladas y soleadas. Ya podía antojar a sus amigos, pues ahí mismo levantó su casa de habitación, en el crucero de Caracas con Junín. Otros lo imitaron, como lo demuestran documentos de 1855 donde se menciona la “nueva población”, tan moderna, civilizada y urbana que, de hecho y de derecho, surgieron urbanizadores que partían sus fincas en solares con el adjunto de calles empedradas, agua limpia y alcantarillas. También cambiaron el piso de las calles: las de la vieja villa se hacían con “cambas altas en bordes, y cóncavas en el centro” para que las aguas lluvias corrieran; a la villa nueva y las casas de la Plaza de Bolívar llegaba el agua por tubos de barro cocido y, una vez usadas, las aguas salían por alcantarillas hechas bajo nuevas calles empedradas con guijarros al centro y andenes al borde.

En 1868 se comenzó a adecuar el lote para trazar una plaza, la de Bolívar o Villanueva, como se quiera. El primer fotógrafo estable de la tierra capturó imágenes de tal proceso urbano; se llamaba Pastor Restrepo Maya, era rico y mundano, y como quiso casa nueva en la nueva plaza compró un buen lote al doctor Manuel Uribe Ángel –diagonal a la casa de míster Moore–, y buscó como diseñador a su suegro, Juan Lalinde Lema, comerciante y engordador de lotes con más mundo que su yerno rico, metido en política y en arquitectura, quien ya había levantado varias quintas de tres pisos. En esas fotos se ve la disparidad de gustos y posturas: el inglés Moore, que desde 1840 estaba casado con una criolla blanca de Rionegro, hizo su vivienda de tapias, de un piso, al estilo tradicional de aquí; por contraste, y como nuevo burgués, Restrepo se mandó a hacer una quinta “que imita un poco las europeas de tercer orden, en su aspecto y en su distribución; pero esta moda no ha calado en el gusto del pueblo, quien ha dado en decir que están hechas en inglés y que no las entiende”; eso dejó escrito el propio Uribe Ángel, quien también mandó a hacer la suya, y con ese estilo, al mismo Lalinde.

Por medio de un trato que no pareció repugnante, se juntaron en la Plaza de Bolívar el cielo y el infierno: por poseer unas cortas mangas, las limosnas católicas llegaron al bolsillo impío de un protestante y presbiteriano inglés. En efecto, la curia diocesana compró a Moore –casi gratis– los pequeños retazos de mangas, sobras y restos del viejo mangón de El Guayabal que se necesitaban para levantar la nueva catedral; todo porque después de fracasar con el italiano Crosti el obispado contrató al francés Carré, que modificó los planos y la proyectó tan larga que parte del edificio habría de levantarse sobre el arroyo de La Loca, con consecuencias hasta jocosas porque La Loca y El Calzoncillo se metían por debajo del altar de la mole.

Promesa de una Villa Nueva

Parque Bolívar. Benjamín de la Calle, s.f.


Pastor Restrepo también tomó fotos de los cuatro costados de la plaza en formación, en las que se ven tapiales y fachadas de viviendas, calles y arbustos, sin asomo de jardín, porque el único existente era el de su quinta. Desecadas las ciénagas, allanado el terreno y abiertas y empedradas las calles, se mercaron rápidamente los lotes y se levantaron amplias casas, casi todas de un piso.

¿Los compradores y residentes? Los pueblerinos, a saber: Moore, que hizo la casa fundacional del parque, llevaba media vida entre Riosucio, Supía y Marmato, y entre Anorí, Angostura y Santa Rosa de Osos, y aunque murió en su fe, su casa, mujer, familia y modales eran los de aquí; don Pastor Restrepo, que hizo y habitó la segunda, hijo de un ruanetas de Belén que se convirtió en comerciante y útil capitalista; don Luis Vásquez B., traído de Santa Rosa, que construyó la casa contigua; uno “de los Álvarez del llano de esta villa”, don Esteban, que calle de por medio, en la esquina de la calle Perú, levantó vivienda. A esta le seguía una de dos pisos con ladrillo en la fachada, construida sobre una antigua ciénaga por un antiguo carpintero de Barbosa, el inteligente y filántropo don Alejandro, tronco de los Echavarría “flacos”; tres sobrinos suyos, don Germán, don Ramón y don Pablo, Echavarrías “gordos”, levantaron casas en las esquinas de la plaza. Como la catedral en construcción iba de calle a calle, en el crucero de Ecuador y Bolivia hizo la suya don Guillermo Restrepo, importante político venido de Amagá; don Félix de Bedout, proveniente del pueblo de Santo Domingo y tipógrafo en Medellín, hizo la suya contigua a la que don Wenceslao Facio Lince y Sáenz, venido de Rionegro, levantó de un solo piso; la última de ese tramo, en el crucero de Perú, era de dos pisos y la mandó a hacer un rico de Sonsón, y de sonsoneños fue hasta hace pocos años, cuando cayó para levantar ahí mismo una enorme torre de ladrillo. Al frente, también en esquina, un rico de Copacabana, don Juan María Fonnegra, hizo la suya, sencilla y de un piso, que al pasar a manos de su yerno fue convertida en un edificio de tres pisos que todavía se conserva, al igual que la siguiente, hecha por otro rico de Sonsón, y modificada y ampliada al estilo republicano por su nuevo dueño, el ingeniero Juan de la Cruz Posada, natural de El Poblado, quien necesitaba acomodo para su abundante prole. En el predio contiguo, donde estuvo la del envigadeño Miguel Mesa Ochoa, levantó don ‘Colís’ Moreno, de Santo Domingo, el bello Teatro Lido; la última pasó por varios dueños hasta llegar al filántropo José de J. Toro, de Sonsón. Para terminar, la que quedaba al frente se conserva en parte, y perteneció a don Pablo, uno de los Echavarría “flacos” de Barbosa. Don Ricardo Olano, natural de Yolombó y nuevo rico en Medellín, cuenta en sus memorias que los engreídos “nacidos en la plaza”, a propósito de la vieja, la mayor o de Berrío, salieron a vender sus casas para dejarlas en manos de otros pueblerinos, como él mismo, y espeta con burla: “se acabó el coco”.

Don Tyrrel Moore se cansó de las piruetas de la política local, de la vida en las minas y de los pleitos con Coriolano Amador; se aburrió tanto en un medio hostil y poco tolerante, que rifó su casa y se fue a vivir a Bogotá. La casa paró en manos de un rico Botero, llegado de Santafé de Antioquia cargado de hijas que, se asegura, eran muy feas. Enriqueta, una de ellas, se prometió con el bogotano Patricio Pardo, y los amigos de este, en vísperas de la boda, le trovaban: “Animo, Pardo, / valor, Patricio, / que ya se acerca / tu sacrificio”. Y cuando lo veían en la puerta de su casa, sus malquerientes comentaban: “éste se encontró una guaca, y se casó con el espanto”. Unos jóvenes Botero E., nietos de don Gabriel Echeverri, se tomaron en serio lo de la plaza y quisieron ponerla bonita hasta volverla parque, con ceibas, palmeras, arbustos y matas de jardín. Uribe Ángel dijo entonces: “Nueve calles convergen a ella, pues uno de sus lados, en vez de tener otra, para completar diez, comienza a ser ocupada por el atrio de la catedral en construcción”. En el diseño de los jardines metieron mano el gobernador, el cabildo y los estudiantes de la nueva Escuela de Minas.

La plaza-plaza de Bolívar

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Parque Bolívar. Francisco Mejía, 1933.


La curia, que era el gobierno mismo, estaba en puja permanente con el cabildo –mayoritariamente liberal y excluido del poder– para ver cuál jalonaba mejor el sector: el palacio del obispo en sueños, la catedral a medias o el seminario repleto; mientras tanto, el cabildo intervencionista pensaba en términos de la ciudad y del nuevo parque, y proponía ponerle una reja y una pila de agua, expulsar a los invasores de La Loca, exigir hilos para las nuevas casas, dar permiso para los desagües, empedrar calles… Las gentes se jactaban y exageraban, hasta el punto de que el artista Cano los zahirió al decir: “sí, es la plaza más grande, y la más bella…, de Medellín”. Vino después la benemérita Sociedad de Mejoras Públicas, que embelleció a Medellín y al Parque Bolívar. So pretexto de proteger las matas del jardín, la reja de hierro impidió el goce del parque a los que no fueran cachacos, y duró como 45 años. La Sociedad de Mejoras puso iluminación, bancas de madera, un quiosco y una fuente, pero la guerra civil impidió otros avances. Establecida la paz, la banda de música comenzó con las retretas, que apenas si se han suspendido en estos 110 años.

La plaza perdió unas varas y la ciudad una calle, porque los clérigos quisieron ampliar el atrio del frente aunque no estuviera concluido el edificio de la Catedral. Un residente del parque, don Pablo Echavarría Echavarría, creyó muy del caso levantar en el centro una estatua de Bolívar y comenzó los trámites para hacerlo. Fueron veintitrés años de sueños, frustraciones, rabietas y colectas, con participación de autoridades locales, departamentales y nacionales, hasta que logró que se fundiera en Italia y se instalara la muy bonita estatua que se ve hoy, inaugurada en 1923, y que tuvo un pequeño lago al frente.

Aquí querían una catedral enorme, “la más grande del mundo”, sin importar lo demás. Los planos se obedecieron al pie de la letra, sin miramientos. Se ocuparon las orillas inestables y el cauce de La Loca, un caliche de poca solidez, y se construyó ahí una bóveda de ladrillo, uno de los primeros trabajos del templo. Es muy graciosa la correspondencia entre constructores y canónigos, pues todo el tiempo aluden a “los desvíos de La Loca”. Deducen ellos que su cauce llegaba hasta los bajos del edificio, y que a partir de esos fondos se llamaban Las Barbacoas. Lo cierto es que se trataba de El Calzoncillo y de La Loca, sin más acomodos semánticos, y atravesaba la catedral desde la carrera Ecuador hasta la calle Venezuela.

Para 1910 la parte primitiva del edificio mostraba humedades y derrumbes, pero nadie se alarmó. En 1944, y después de ires y venires con la municipalidad, que reclamaba el cauce como un bien público, la curia y la alcaldía acordaron el desvío de La Loca por terrenos píos pertenecientes al arzobispado, y el espacio y restos de la primitiva bóveda se pensaron para una cripta y osarios. A mediados de 1967, mientras los canónigos rezaban, se sintieron unos olores fétidos, y consta en un manuscrito que “se han presentado unos cinco reventamientos del suelo, algunos causando ruido y pánico, y no se han averiguado sus causas”. No era el demonio, solo los gases de La Loca.

Años después, en 1975, se discutía con calor sobre el diseño y construcción de una fuente en el parque, frente a la Catedral. El tamaño y altura de los chorros motivó la oposición de algunas personas, entre ellas la de una líder cívica cuyas ancianas tías serían afectadas por el ruido de aquella enorme masa de agua que parecía un lago; y como la señora del cuento era familiarmente llamada “Tití”, sus opositores, ya cansados, se referían al asunto como “el lago de Tití-Caca”. Con esas dulces peleas de vecinos se divertía la pequeña ciudad cuando el parque era todavía teatro de señoronas.

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