El Parche de Bolívar
Fernando Mora Meléndez

El Parche de Bolívar

Unas breves charcas han quedado del aguacero de la medianoche. El traqueteo de una carreta vacía cruza el parque desde la calle Ecuador hacia Perú. En las bancas yacen a pierna suelta algunos indigentes. Transeúntes a paso apremiante pasan: empleados de banco, meseras de cafeterías, dependientes de almacén y celadores. Trabajar es un destino humano del que algunos se libran por herencia, otros esquivan con argucia y los demás anhelan. A todos les responde el prócer de la patria con una frase grabada en el pedestal de mármol: “Quisiera tener una fortuna material que dar a cada colombiano, pero no tengo nada, no tengo más que un corazón para amarlos y una espada para defenderlos”.

La estatua ecuestre solo se pudo levantar luego de una colecta pública que llamaron “el centavo patriótico”. Tardaron varios días los cabildantes en discutir, como en la Patria Boba, a cuál lado miraría la cabeza de Bolívar. Por fin decidieron que sería hacia la calle Junín, la del comercio principal, aunque el Libertador tuviera que darle la espalda a la Catedral, como buen masón que fue.

En los años veinte el parque tenía una verja de hierro forjado y una puerta con cerradura. Las nanas de las familias señoriales que rodeaban el predio tenían su llave para abrirla e ir a darles un baño de sol a los bebés. El barrio se llamaba Villanueva, construido en los terrenos de un inglés protestante, Tyrell Moore. Él mismo había donado las dos manzanas para que los vecinos que le compraron lotes tuvieran un lugar donde entretenerse. Ya por esos días se hablaba de cierta plebe que empezaba a rondar por el sector, a la que era necesario enviar para otros pagos. Sería la misma que poblaría luego los rincones bohemios de Guayaquil y la plaza del ferrocarril.

Desde 1892, el año de su fundación, ha corrido bastante agua. Algunas casas de aquellos tiempos aún están en pie. La de Pastor Restrepo, en la esquina de Caracas con Venezuela, cuyas buhardillas polvorientas la hacen ver como una palomera abandonada. La de Juan de la Cruz Posada, en el costado oriental, donde todavía despacha la vieja papelería Filatelia y Numismática. El segundo piso y la parte trasera de lo que fuera una gran mansión ahora es un parqueadero de motos. Una tercera, de porche estilo inglés, resiste la demolición como oficina de un banco español, en la esquina de Bolivia con Ecuador.

La mañana avanza con un sol primoroso que alegra a la colonia de pericos bronceados y cotorras carisucias, que trinan con bullicio en las copas de los balsos y las palmas. Hace rato se establecieron en el vecindario y no riñen con la jerarquía de las palomas que gobiernan los tejados circundantes.

El Parche de Bolívar

Ajena al alboroto de las aves, Yesenia Garcés empuja un coche de bebé con termos de café caliente. Ahora tiene cuatro meses de embarazo. Será el segundo hijo de un taxista que conoció cuando este trabajaba de portero en una discoteca de Manrique. “Le dejé de hablar después de que me perdió el respeto y me tiró el carro. No aceptó que este segundo hijo también fuera suyo dizque porque no había sentido los síntomas como con el primero, cuando le dio vómito y maluqueras. Entonces dijo que era de otro”. El hombre abandonó a la muchacha, que debió salir a buscar el sustento con el carrito. Transita el parque y sufre los embates de la envidia de las tinteras viejas que venden menos que ella. Yesenia es una mulata menuda de rasgos dulces. Cuando sonríe revela una dentadura preciosa que irradia jovialidad a todo su rostro. Se entiende por qué los viejos jubilados prefieren su tinto. Vive en Robledo, almuerza en un restaurante de la calle Perú. Allí mismo le venden el café para llenar los termos.

Martha Lucía Duque tiene, en cambio, un puesto fijo de dulces, cigarrillos y café que se ganó por sorteo del municipio. En torno a este ventorrillo se ha formado un club de parqués que recorre casillas desde hace veinticinco años. Los tres miembros honoríficos llegan sin falta a las diez de la mañana: doña Griselda Espitia, una jubilada que vive junto al parque, Óscar Alzate, de profesión desconocida, y la propia Martha. A veces el juego se interrumpe porque le toca tirar a ella y en ese momento está ocupada despachando un tinto o un cigarrillo. El chasquido de los dados vuelve sobre el vidrio. Los ojos miran expectantes, una mano mueve la ficha, y de nuevo el sonido minúsculo se torna insistente como la banda sonora del ocio. “Venimos acá a matar el tiempo”, dice doña Griselda, y siempre atildada como si fuera para una fiesta saca de la cartera de mano los mil pesos que se apuestan en cada tanda. Los tres jugadores no quitan los ojos del tablero, donde un revés de la suerte te puede llevar al cielo o a la cárcel, como en la vida. Juegan hasta bien entrada la tarde, cuando llegan grupos de apostadores duros. Y dado que estos tiran a los dados sumas serias, sus rostros se ven tan graves que aquello ya no parece un juego de parqués sino de ruleta rusa.

En los ochenta rumbaban por aquí las gavillas de gitanas. Te salían al paso para leerte el destino en la mano. Nadie sabe adónde les llevó su suerte. Ocuparon su lugar varias señoras que dicen leer el tabaco aunque lean el cigarrillo. Un habitante de la calle recomienda a doña Rosa Cadena, indígena del Putumayo, de piel lustrosa y labios ajados que repinta con colorete. Ella se sienta en el sardinel explayada en anchas ropas de matrona de aldea y collares de Sibundoy. La rodean un par de asistentas que tienen la labor de agitar de arriba a abajo dos atados de cigarrillos. Mientras las brasas se consumen, van quedando en la ceniza los signos del porvenir.

Una clienta pregunta en voz baja si su hermano va a conseguir trabajo; Cadena mira las figuras humeantes y entre nubes de nicotina le augura lo mejor. Remata con una tos definitiva al momento de recibir su exigua paga.

El espejo de agua

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No hay grifos de agua en el parque. Cuando el astro rey se vuelve más tirano, la gente busca el leve frescor de la fuente. El viejo alivia la calva, el nieto chapotea en la orilla. Un muchacho de la calle empapa su camiseta, remueve con ella los rastros de aventura, se echa agua en la cara. Otro llega y le ofrece un vaso desechable para facilitarle el baño, pero él lo rechaza.

Por las mañanas una réplica de un bus escalera viene a pasear los niños alrededor de la fuente; cada vuelta vale 500 pesos. En la cabina de la chiva de juguete se lee: “Dios es todopoderoso pero hincha de Nacional”. El pequeño de adelante mueve la cabrilla, convencido de que es él quien conduce y no el dueño que empuja envuelto en una bata blanca. De fondo se escucha la homilía gangosa del padre en la misa matutina, un sermón que se funde con el pregón de un heladero: “¡Galleta, chococono, paleta!”.

En una banca hay dos hermanos que beben aguardiente en copitas de plástico. A un lado dos merenderos charrasquean sus guitarras y cantan con voces destempladas. El más borracho les pide que toquen Mama vieja, y el otro dice que es mejor Las acacias porque era la canción que más le gustaba a la mamá, tanto así que el papá se la cantaba cuando llegaba borracho para tratar de apaciguarla. Los merenderos puntean Las acacias. El sobrio les da más propina. Le pide a una vendedora amiga que le ayude a conseguir un fotógrafo, mientras el otro hermano se dobla y grita que no hay como la música colombiana. La muchacha da una vuelta por la fuente, pero vuelve para anunciar que ya no queda un solo fotógrafo en el parque. Desde hace tiempo frecuentan poco este lugar que antes era foco de retratistas. Había desde los que tomaban poncherazos con cámaras de fuelle hasta los que imprimían instantáneas con máquinas de Polaroid.

El hermano sobrio, Nicolás, no parece entender estos nuevos tiempos. Me cuenta que acaba de obrarse un milagro y por eso están celebrando. Estaba viendo un desfile de perros en la Feria de las Flores cuando alcanzó a ver al otro lado de la calle, entre un tumulto, a su hermano desaparecido hace cinco años. “Es el llamado de mi sangre –comenta–. La droga le cogió ventaja… Ya lo creíamos muerto. Nadie nos dio razón de él, ni en La Ceja, donde vivimos, ni en ninguna parte. Este berriondo simplemente se largó sin decir nada. De casualidad vine a la Feria y me lo encontré. ¿No es eso un milagro?”. Por eso vinieron al parque, compraron una botella de aguardiente en el estanquillo del Edificio Santa Clara y se sentaron en una banca a celebrar.

Los merenderos tocan ahora una de Olimpo Cárdenas. Nicolás le sirve otro guaro a Óscar, el perdido, que solloza de nostalgia y abraza al otro de su misma sangre. La amiga, ya resignada a no encontrar fotógrafo, decide tomarles una foto con el celular. Los hermanos se adhieren como si fueran siameses. Tal vez en La Ceja verán la imagen del que creían perdido.

Este es el parque de los encuentros furtivos y de los otros. Se encuentra el hombre casado con la amante que en el barrio no puede ver, el primo con la prima, la hija con su padre divorciado, el anciano licencioso con un vigoroso efebo, los albañiles en día de pago, los soldados recién salidos del cuartel. Muchos habitantes de barrios cercanos vienen aquí porque allá en las cumbres no hay parques como este, con búcaros y gualandayes, balsos gigantes, ceibas de sombra fresca, con guacamayas de rebusque y loras itinerantes.

Aires de campanario

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A la salida de la iglesia, después del “podéis ir en paz”, alcanzo a ver a la mujer que se hacía leer el cigarrillo de Rosa Cadena. Varios grupos familiares se quedan comiendo helado en las gradas del atrio. Un perro callejero sale muy orondo para demostrar que no les va tan mal en misa como dice el refrán. Es un perro raro. Las palomas se le cruzan, quieren provocarlo, pero él ni se inmuta, va en lo suyo. Otros fieles van a comprar una mata de mirto enano en el puesto de matas de María, o a comerse una panelita de coco en el toldo del Hogar del Desvalido. Allí una monja diminuta también ofrece sus tamales: “tienen tres carnes”, anuncia con un gesto de gula pícara en el que asoman dos dientecitos de ratón.

Con dispensa del arzobispo se puede subir al campanario románico, entrar a la cripta donde están los huesos de Tomás Carrasquilla o ver los tesoros de pintura y escultura del arte colonial. A las torres se accede primero en ascensor y luego por una escalera de caracol que tiene 262 peldaños, según consta en la placa de diciembre de 1912 que se lee en el vértigo de la cima. Desde arriba el parque se ve como un rectángulo verde y bucólico, acompañado por el ruido de tambores africanos con los que inicia su función el teatro callejero de La Barca de los Locos.

Ovidio, el sacristán de la Catedral, habituado a estas alturas, enseña las inscripciones que han dejado los enamorados y otros visitantes desde la primera década del siglo XX. Algunas, escritas con lápiz, han resistido tempestades. Hay frases inconclusas, versos chuecos y muchos nombres de parejas con fechas, algunas anteriores a la fundación de la propia iglesia. No se entiende, pero el amor es capaz de trastocar hasta el tiempo. Ya sabemos, los campanarios han sido escenarios de los locos de amor como el Jorobado de París y otros lunáticos que han llegado al colmo de colgarse de las campanas.

En los ochenta una poeta antioqueña, Liana Mejía, se hizo amiga del sacristán de esa época y este le dio una copia de las llaves de la torre. Ella improvisó un pupitre con algunas tablas. Inspirada en la visión del valle que encontró en lo alto, escribía sus versos en el campanario, hasta un día en que bajó para ir al concierto de un guitarrista español. Liana quedó tan impresionada con el artista que lo buscó en el camerino, se conocieron, viajaron a Europa. Y desde entonces no tienen más inquilinos que las palomas.

Las tardes de Bizancio

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El pasillo lateral que da a la carrera Ecuador, frente al Teatro Lido, es el corredor de los profetas. Llegan cuando la tarde está doblando la esquina y la brisa viene a refrescarlo todo, incluido el humor de los parroquianos. Aquel que se siente tocado por la gracia del verbo levanta su voz. Así los jubilados, los comerciantes cansados, los que buscan empleo y los rebuscadores tienen su pedazo de circo. Ya no solo hay exégetas de la Biblia y fanáticos como el viejo Jeremías, al que muchos recuerdan por iracundo y dogmático, sino también sofistas de cafetería que amplían su tribuna para rajar del gobierno y de los yankees otra vez, de los contubernios de la política y los líos marítimos con Nicaragua. Citan por enésima vez a Vargas Vila y las lecturas prohibidas, y hasta hablan de fútbol con el mismo fervor doctrinal de cualquier religión. Discutir cuántas almas caben en la cabeza de un alfiler, tal como dijo un filósofo, es un problema físico y no metafísico, y entonces, como en Bizancio, los hombres se aprestan a convencer a otros, a veces más con injurias que con argumentos. Para los adeptos de estos cultos la razón interesa menos que la diversión. Uno de ellos saltó a la palestra y los fieles de inmediato lo atendieron. Nadie predica en el desierto si va al Parque Bolívar.

Es un hombre muy bajito, con pelo de estopa y gorra de teja a cuadros. Saca revistas viejas de una bolsa de basura. Tiene lentes tan gruesos que sus ojos parecen girar como los de un loco de historieta. Muestra la carátula de una edición vieja de Semana, y mientras la enseña a todos lanza su pregunta retórica: “miren a este. ¿No se les parece a un vampiro?”. Es la foto del cardenal Ratzinger poco antes de su retiro. Con la foto en alto defenestra al jerarca de la iglesia, trae a cuento los mismos ejemplos socorridos de la Inquisición y demás infamias citadas hasta en La puta de Babilonia de Fernando Vallejo. Los escuchas se ríen, le lanzan preguntas suspicaces y una que otra. Otros recién llegados asienten con la cabeza, lo toman en serio. Pero llega un momento en que la perorata suena aburrida, les incomoda, se cansan de ver a este pelele del sermoneo. Lo declaran falso profeta y lo someten al escarnio. Desgranan de repente una carcajada unánime. Luego gritan en coro “¡Fuera! ¡Fuera!”, una y otra vez, como si despidieran a un torero malo. Vuelto rey de burlas, el hombre recoge sus revistas mientras a gritos lo invitan a reciclarlas. Se va con su credo entre las piernas hasta mañana, o, tal vez, hasta el día del Juicio Final por la tarde.

Sanalejo

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El primer sábado de cada mes el parque huele a herbolario, a chorizo y chunchurria, a incienso y marihuana, a berrinche y pachulí. Los habituales del lugar se repliegan hacia otros sitios del Centro para dar paso a los vendedores de antiguallas, sopladores de vidrio, chamarileros, talladores de piedras, filigranistas, talabarteros y sahumeristas. Más que un mercado de las pulgas es una feria de bisutería, en cuyo río revuelto también pesca un vendedor de plantas suculentas en miniatura, un hacedor de pompas de jabón y don Lino, que pone a bailar una muñeca mecánica con canciones granulosas de gramófono. Anda por todos lados el hombre que vende ilusiones con un librito de pensamientos, y camina incansable Darío Arango, que echa humo con un cigarrillo electrónico, cura infalible para dejar de fumar.

A este mercado concurre Jorge Palmero, artesano uruguayo de veinticinco años. Se aburrió en El Carmen de Viboral porque tenía que vivir en grupo. Soñaba con comprar un terreno, pero no se lo vendieron porque no tiene papeles. Entonces se vino a buscar un lugar en la montaña dónde poner su carpa y lo encontró en el cañón de la Sinifaná. Un día vino el dueño en un caballo a preguntarle cuándo pensaba irse.

Pero al bajarse de la montura vio un rollo de alambre de aluminio muy parecido a uno que encontró en los remiendos de las cercas: “¿Usted fue el que estuvo arreglándome los linderos?”. “Sí, yo fui”, dijo Palmero. “Ah, entonces se puede quedar lo que quiera”. Desde ese momento Jorge va por todo el país vendiendo sus collares de aluminio martillado y jade de Marruecos. Cuando regresa encuentra su carpa intacta, a veces con algunas patas de marihuana de alguien que va a hacer fiestas en su ausencia. Se siente feliz en Colombia y no piensa volver al Sur. Su padre también era un inmigrante italo-portugués que se hizo campesino en Uruguay y jamás volvió a Europa.

El ingenio está en los objetos y en las formas de atraer a los clientes. John Freddy Quintero, por ejemplo, llama a una gringuita con atuendo hipster y le promete un anillo que empieza a armar con pinzas y un alambre de cobre. En un minuto está hecho, se lo prueba y le dice que es la flor del amor. Ella le da unas monedas, pero además le compra un collar de pluma de gallina silvestre. Lo suyo es hacer toda clase de bichos tejidos con este alambre y semillas de asahí, yolombó y tagua. Viene de Leticia, pero dice que no es de aquí ni es de allá.


Cucurrucucú

Nunca se cantará lo suficiente a las palomas, así como nunca se dejará de pintarlas. Antes asociadas con los misterios del espíritu, viejas emblemas de la paz, hoy son una especie de plaga del aire. Las palomas de aquí son de la misma familia, la Columba livia, que pulula en odos los parques del mundo, la misma que extraen los magos del cubil. Vino a América con los conquistadores, que la incluían en su dieta o la usaban como mensajera. No tiene ningún enemigo a la vista fuera de los vigías del patrimonio, que la acusan de corroer los frisos y los dinteles con sus comentarios digestivos.

En las palomeras del parque es frecuente verlas picotear a la más débil o a la enferma. A veces cae una de lo alto. No está muerta sino que otras la sorprendieron con la guardia baja, adormilada por algún virus, golpearon su cocorota y la desterraron de su alero, sin que alcanzara a emprender vuelo. Son una especie foránea que llegó para quedarse y que ha expulsado de estos lares a las torcazas y a las tórtolas, criollas de pura cepa. Tienen alimento abundante y, como se reproducen tanto, la población crece más que un rumor en los tejados del templo, o en las altas torres del parque. Son intercambiables: uno piensa si la paloma que acaba de ver no fue la misma que alguien fotografió en el siglo XIX.

Un ventero ambulante viene a regar su maíz para convocarlas. Pronto acuden como en un mitin a pelear por los granos. El hombre les da la espalda, ya no las mira, es un rito del que no espera más que el placer de escuchar el zurear de sus pechos. Hace algún tiempo un bufón del parque que todavía creía en la santa paz de las palomas hizo una propuesta sin eco: que no había que espantarlas sino carnetizarlas.

Bellas de noche

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Justo encima de donde pasa la quebrada La Loca, un agua desviada que mordía los pisos de la catedral, un grupo de travestis se pavonea de un lado a otro en busca de clientes. Avanzan por la calle Venezuela, entre Perú y Bolivia, con sus trajes de gala para una noche con ritmo Molto agitato. Dos de ellas, Cristal y Yolima, se detienen bajo una lámpara que hace las veces de luz teatral y confiesan que no son de estos lados sino de San Diego. Solo han venido a buscar suerte un par de horas. Cristal luce un traje de satín plateado y sus pechos de artificio relucen bajo el neón. “Me dicen Pocahontas”, comenta con voz ronca y una risotada. Yolima la sigue, forrada de granate para la ocasión, y cuenta que es de Armenia. Dicen que la mayoría de los travestis de Medellín migran de otras ciudades, se alojan en pensiones baratas del Centro durante unos meses y luego se van para otras zonas. A veces vienen por los días de la Feria de las Flores o en temporada decembrina. Ponen en escena su eterno femenino. “Los travestis nunca estamos de civil –dice Yolima–, somos así de tiempo completo”. Pero en la calle saltan al ruedo, exponen su juego y calman deseos ambiguos por unas cuantas rupias. Provocan la poesía del simulacro, como eso de decir que son mariposas de papel que queman sus alas con el primer postor. “No queremos más entrevistas –grita una de las dos, ya no sé cuál–, nosotras vinimos fue a putiar”.

Lejos del estereotipo, Luciana Salomé Grajales no tiene pechos de recambio ni aspavientos. Vende una apariencia al natural, con poco maquillaje, pelo propio, pantalones cortos y botas blancas de peluche. Tiene una actitud serena y ojos claros. A sus veinticinco años decidió volverse una chica trans. No quería ocultar más sus inclinaciones y hace dos años se transformó. “Mis padres me apoyaron. Cerré la peluquería que tenía en el barrio Boston y salí a andar la calle. En el salón de belleza había que esperar todo un día hasta que alguien viniera a motilarse”. Estudió para ser auxiliar de vuelo, pero tampoco encontró trabajo en eso. Lleva apenas dos semanas en el Parque Bolívar y no baja hasta Palacé porque le cobran vacuna. A las que tienen ese negocio las llaman “madres”, son travestis viejos que administran prostitutos. “A mí me va bien independiente. A veces agradecen tanto mi naturalidad que me premian con propinas”.

Luciana Salomé tiene un novio que es puto. Uno de los tantos muchachos apuestos, de gorrita, que merodean el parque en busca de hombres mayores. “Es un pirobo –aclara–, un homosexual que se viste de hombre. Me gusta mucho, pero sé que en este negocio uno no se puede enamorar, las relaciones son pasajeras”.

Cuenta que muchos de los pelados que andan en la prostitución son eventuales atracadores. Se van con un cliente, lo roban y no le dan nada a cambio. A veces se van con los ancianos solo a consumir droga. Ella dice que el suyo, al contrario, es un trabajo honesto, que además disfruta. Luego se sienta en medio de un grupo de muchachos de miradas duras. En el claroscuro del parque se dibujan estampas en las que el vicio y la virtud se solapan. Parecen viñetas de Goya, fantasmagorías de Rembrandt. La calle también es un lienzo al natural, como Salomé, por el que pasan los ávidos de compañía, los desadaptados, los perdedores sin redención, los alucinados.

Un loco de parque cruza envuelto en la coraza de aromas que lo mantiene a salvo; otro, de habla turulata, me ofrece “controlar” el peso con una báscula portátil; una mercenaria del lecho mira con fijeza al solitario de la banca. Ya es tarde. Pero tal vez habrá tiempo para dar unas vueltas en el bar giratorio, o para ver desde la barra de La Estancia a las parejas mayores que bailan con fervor adolescente las canciones de antes. Tal vez se podría subir a conversar con alguno de los viejos que perseveran en los edificios vecinos. Ya no pueden vivir en otro lugar: cuidan perros, pagan el predial, salen a hacerse lustrar, a comerse un helado en Junín. Desde abajo pueden verse algunas luces encendidas, gente que da vueltas en sus cuartos, que aprovecha sus desvelos y espera el periódico en papel de madrugada, cuando el parque comienza a cambiar de atuendo.

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