Calle Boyacá

A la derecha, tenderetes infestados de lociones, relojes, repuestos para el control remoto, libros, calcetines, correas y lentes de sol. A la izquierda, cerros de películas piratas. Tatiana y yo ojeamos despacio, cada uno en lo suyo, como si fuéramos turistas. Me voy a ver porno: jovencitas, anal, maduras, gais, prenatal, pies, faldas, profesoras, enfermeras. Un feligrés sale de la iglesia dándose la bendición y queda embrujado por un culo que sostengo en DVD. El hombre despierta del hechizo y se larga apenado. Una copia cuesta dos mil pesos, pero si llevo tres me cobra cinco mil. Tatiana me descubre alelado con una deliciosa jovencita desnuda y me hala de la mano. “¡Vamos pues, o se va a quedar ahí viendo esas cochinadas!”.

Entramos a La Candelaria. El cambio es inmediato: afuera el bullicio, adentro la calma. Tatiana se persigna y pone cara muy seria. Las palabras del cura retumban en la cúpula. El ambiente de la iglesia me relaja. La iglesia de La Candelaria es la más vieja de Medellín. Tatiana mira a lado y lado, como si estuviera en otro mundo. Vemos a la Virgen de La Candelaria. Una virgen negra, como el niño Jesús churrusco que sostiene en los brazos.

A la salida aprovecho para preguntarle si se siente en pecado. No porque yo no le robo a nadie.

Bajamos por Boyacá en dirección a San Benito. Pasamos por un lateral del Parque Berrío, almacenes Escape y Flamingo. Los vendedores gritan: manzanas a 500, cinco mandarinas por mil. Vamos muy despacio, bajando la calle y el almuerzo. Pasamos debajo del viaducto del Metro, por Bolívar. Nos detenemos y miro un jean. Vale veinte mil. Unos tenis por quince. Si recateo saco la pinta por veinticinco. Esta semana vengo, digo. El vendedor me mira decepcionado y Tatiana encoge los hombros.

 
 

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