Teatro Pablo Tobón Uribe, fotografía Juan Fernando Ospina

Un teatro de puertas abiertas

Dicen que apenas son 63 los años que lleva. Los hechos se remontan a 1952: donación del terreno por el renombrado filántropo Pablo Tobón, constitución de una fundación y su primera junta, estudios de suelos y elaboración de planos, hasta viajes a Nueva York del afamado Nel Rodríguez para estudio del diseño e importación de material (126 sanitarios y otras piezas y láminas de hierro); toda una parafernalia como de puesta en escena para dar inicio a la construcción del teatro. Nadie imaginó entonces que vendría a reemplazar los insustituibles Teatro Bolívar y Teatro Junín, ni qué decir del Circo España que ya había sucumbido al embeleco paisa de acabar con todo lo bueno, pero persistencia y tesón pudieron más y a pesar de la suspensión de trabajos entre 1958 y 1965, al final se construyó con respaldo de la administración municipal siendo alcalde Jaime Tobón Villegas y cuando el secretario de educación era ni más ni menos que Gilberto Martínez. Fue así como en agosto de 1967 se dio por inaugurado —de modo, pues, que apenas en 2017 cumplirá medio siglo—. Según su estatuto, la Fundación tenía como fin “dotar a la ciudad de Medellín de un teatro moderno de primera categoría, destinado a la presentación de espectáculos y actos artísticos dramáticos, cinematográficos, musicales, literarios, científicos, etc., para fomentar, por este medio, el adelanto cultural de la sociedad de Medellín”. Colorín colorado este cuento no ha acabado…

Como no todo tiempo pasado fue mejor, por esta sala han desandado sus pasos importantes compañías nacionales y extranjeras. Marcel Marceau, mimo francés; Milan Sladek, mimo alemán; el Teatro Negro de Praga; Kronus 11, de Holanda. A mediados de los setenta una muestra de teatro revolucionó la parroquia y casi cuesta excomunión la presentación de una obra de Portugal: O fogo; también se vio Un hombre es un hombre, de Bertolt Brecht, del Galpón de Uruguay, exiliado en Méjico. Grandes orquestas de Cuba: el septeto nacional, de Ignacio Piñeiro, en 1990, y la Orquesta Aragón, dirigida por Rafaelito Lay. El Teatro La Candelaria y el Teatro Libre, ambos de Bogotá, nos sorprendían gratamente con Los diez días que estremecieron al mundo y El rey Lear. Huelga decir que fue albergue de la extinta Osda, Orquesta Sinfónica de Antioquia, la que se recuerda bajo la batuta de Sergio Acevedo.

“Nosotros los de entonces ya no somos los mismos”, canta Pablo Neruda. La cita nos viene como anillo al dedo para decir, que una vez retirada la doctora Norela Marín Vieco, al entrar a gozar de su merecida jubilación, esta institución dio un vuelco de 180 grados. Se remoza la junta directiva, llega nueva directora, se involucran nuevos patrocinadores, renace la orquesta sinfónica en versión juvenil, se cambia el piso del escenario y con la madera anterior se hacen mesas con inscripciones de los que por su escena han trasegado, ¡memoria en vilo! y se abre el café, nueva vida; como quien dice Helen Restrepo llega para insuflar nuevos aires, se abren las puertas y se da inicio a conciertos didácticos, nuevas músicas irrumpen en su escenario. Le sigue Sergio Restrepo, intrépido hombre de Otraparte, quien continúa con esta política de un teatro de puertas abiertas, festivales como La Matraca, han permitido que el público goce de músicas del pacífico. Se da apertura a una galería de arte en el hall, con exposiciones de nuevas expresiones artísticas, hasta libros de arte en gran formato.


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