Parada San José

Al bajarse del tranvía la gente se apresura a buscar sombra. Los minuteros abren las sombrillas, el vendedor de guarapo sube el volumen a su oferta, la chunchurria cruje en la parrilla, el aguacatero cubre los frutos con un cartón. Los de a pie se dispersan por la acera de la panadería, abierta 24 horas, y otros siguen hacia la iglesia San José, que dio el nombre a la parada.

Frente al atrio, al lado de varios puestos donde venden estampitas de cuanto santo existe, una palmera se alza junto a la fuente –réplica original de Fidel A. Cano–, de la que no brota agua, sobre sus adoquines se sientan quienes eligieron ese sitio como lugar de encuentro. A veces alguien levanta la mirada a la cúpula del templo, construido hace más de un siglo, para ver el reloj de agujas negras que indica la hora exacta.

Parada San José

Una cuadra abajo está el edificio de la Beneficencia de Antioquia, su fachada está ornamentada con el mural La obra del Prometeo, esculpido por Rodrigo Arenas Betancur. Y dos cuadras arriba está la Plazuela San Ignacio donde cada mañana don Samuel está en el mismo puesto, vestido con su delantal blanco, exprimiendo naranjas. Lo hace al gusto del cliente con miel, ginseng o cola granulada, y a poco pasos, para quienes prefieren la fruta fresca, el kiosko de la esquina ofrece mango, guayaba, pera, piña o papaya.

Nada, o muy poco, comen de eso los ajedrecistas, dispersos en parejas por las jardineras. Ni al corrillo de chismosos que siguen el juego en silencio, ni a los gamines desmayados en las losas adoquinadas, ni a la señora que barre las hojas secas que caen de los árboles, ni a las palomas que cagan la estatua de Santander; no ven ni escuchan a los borrachitos tirados en el suelo que hablan del petróleo que atesora Venezuela.

Junto a Santander, rodeando las palomas alborotadas por el festín de maíz que una niña cachetona les tira, está Gloria Inés echando maíz en bolsas plásticas, mientras dos mamás la esperan resistiendo el acoso de sus hijos. Gloria vende tinto, maíz y también alquila los juegos de ajedrez, y aunque se sabe sus trucos no juega con los de la plazuela, porque esos señores son muy machistas, dice bajando la voz, y ella a esa clase de hombres les va perdiendo la paciencia; eso sí les sirve tinto cuando le piden, siempre sonriente y enérgica.

Mete la cuchara en la olla y prueba, antes de servir. “Quedó perfecto”, dice. “No se le olvide hacerle el homenaje a estas dos ceibas… El verdadero patrimonio para mí son esas dos ceibas. Abren sus brazos, te invitan, te abrazan y te dicen, aquí estamos, dentren”, sus pequeños ojos brillantes miran los árboles de ramas tupidas que dan la sombra que los de a pie buscan cuando se detienen en este lugar para hacer una pausa.

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Al llegar a la esquina, hacia Comfama, se ve unos materos filados en el suelo, a pesar de la contaminación y el sol recalcitrante, las plantas están lozanas. Hay rosas rojas, curazaos anaranjados, besitos blancos, veraneras, tréboles de cuatro hojas, hay albahaca. Desde una banca gritan: “¡A la orden!”. Es la vocecita pueril y lánguida de una viejita menuda, encorvada, con el rostro cubierto de surcos como pétalos de flor nocturna.

Doblando por esa acera, subiendo sobre la calle 48, se ven, racionales y sobrias, las Torres de Bomboná, levantadas contra un cielo de pocas nubes. Residentes y transeúntes, a los que no falta quien los ataje a preguntarles si van a tomarse la foto para la cédula, se pasean por los corredores del primer piso, una especie de bulevar abierto y penetrable, por donde siempre fluye una corriente de aire fresco, por donde van sin prisa.

En la pequeña plazoleta de las torres se a viejos dormitando en las bancas, niños tras las palomas, señoras paseando perros, muchachos de negro esperando a que llegue la noche. De cada rincón mana un olor distinto, a laca, a champú, a pan recién horneado; a fríjoles, a arroz, a pescado; a anís, a ron, a cerveza, a café recién hecho.

El olor a café llega de Raza, donde atiende David Mauricio, que un día como hoy, hace 24 años, estaba ahí sentado escuchando esa canción de Serrat que ahora mismo suena en su local: “Anduvo por mil caminos / y atracó de puerto en puerto / entre la ruina y la riqueza / entre mentiras y malezas”. Entonces él también era un mamerto, un simpatizante de izquierda, como los que venían a Prana, a Vendimia, a Rapsodia a escuchar canción social, rock en español, música andina.

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Raza es un local acogedor que en las horas pico se queda escaso de mesas para recibir a los que él llama parroquianos, y que muchas veces vienen a tomar algo mientras esperan el inicio de una función en el Teatro Popular de Medellín, en el Elemental, en el Matacantelas o en el Porfirio Barba Jacob, el teatro subterráneo que queda bajo la plazoleta.

Frente a las torres está el Pasaje de Cervantes. En la esquina sigue en pie la vieja casona de la que todavía queda el letrero tiznado por el hollín, y manchado de pinturas de grafitis, de lo que fue el colegio de la Universidad de Antioquia. Y allí, en esa calle sinuosa, está La Fotografía, un lugar anacrónico que sobrevivió victorioso al naufragio digital, convirtiéndose en el único lugar especializado en fotografía análoga de la ciudad. Allí, incluso, se pueden revertir las fotos digitales a imágenes análogas, para verlas ya no en el celular ni en el PC, sino en esos diminutos y coloridos visores que fueron la moda hace décadas, “el instagram de abuelita”, como dice el letrero en la vitrina.

De regreso a la Plazuela San Ignacio, bajando por Ayacucho, está Camilo parado a un costado del Paraninfo. “Por acá pasa todo el hijueputa mundo”, dice mirando a través de sus lentes redondos con filtro violeta, los crespos pringados de crema para peinar le caen sobre el lado derecho del rostro, hacia donde pone la flauta traversa. Toca una canción alegre que se elevaba por encima del pregón del local de los remates: “Qué variedades / qué promociones / qué súperprecios. Pregunte / pregunte / pregunte por lo que no vea”, es una voz engalanada de locutor cincuentón, debe oler a esas colonias que perfuman la cuadra entera, como las que venden en el negocio del lado.

El cuerpo del flautista se flexiona con los compases, cada movimiento es el baile mismo de la métrica. Un muchacho moreno bajito que venía del trabajo le pregunta: “¿Cuál es la canción que a usted más le gusta tocar?”, pregunta el morenito. “La suite número dos para flauta de Bach”. “¿Puede tocarla?”. Joan Sebastian Bach suena en Ayacucho, al fondo se oye una señora petiza cantando: “Sí hay agua / sí hay limonada / sí hay agua / sí hay limonada / sí hay agua / sí hay limonada”.

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