Parada Tranvía Bicentenario

De cada calle llegan, como una oleada que va y viene, distintos olores: caldo de pescado, sopa de fríjoles, carne frita, pastel de pollo, frutas y chunchurria. ¡Chunchurria! Sobre la plancha caliente de un puesto callejero una señora revuelve las tripas, ya doradas y sazonadas, que ella misma lavó, relavó, aliñó esta madrugada para que sus clientes, a los que les vende por mil pesos vasos de la vianda con arepa, sigan diciendo que la suya cruje y sabe como debe saber la famosa chuchurria de Buenos Aires.

Los sabores de Ayacucho —esa calle variopinta que atrae por igual a obreros, viajeros, oficinistas, gerentes, familias, jóvenes y viejos— tienen su popularidad. Desde perros calientes, papitas criollas y buñuelos hasta suculentos platos de frutos marinos. No es exagerado que a Ayacucho le digan corredor gastronómico. De lo contrario, no vendrían esos extranjeros que se bajan a diario en la parada Bicentenario sin más brújula que los aromas que los guían para deleitarse con la sazón de la comida colombiana o una porción de torta negra.

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Les han contado de las filas que se arman en los días especiales, como el día de la madre, y que le dan la vuelta a la manzana, por una torta de esas. Una torta de las de Doña Teresa, célebre desde hace más de cuarenta años. Se imaginan que van a llegar a un local espectacular con tortas dando vueltas en un mostrador giratorio, pero la sorpresa es grande cuando llegan a una casa de familia, donde ella, una dulce y fervorosa anciana, descubrió la receta mágica, “una bendición de Dios”, como le dijo al periódico El Mundo. La casa queda detrás de la Clínica Sagrado Corazón, sobre la carrera 36. Desde la pequeña ventana del garaje, la nuera, los nietos o los hijos atienden a los clientes que deben esperar con paciencia.

Ayacucho es lo que siempre ha sido, una calle musical. Los más viejos se lamentan y desdeñan de los nuevos géneros, le hacen mala cara al reguetón, a la salsa romántica, a la electrónica, por eso se aferran a esos lugarcitos tradicionales donde pueden oír esa música bonita que sale de guitarras, tambores, pianos y acordeones. “Me gusta el ron de vinola / me gusta / me gusta / me gusta”. La voz de Guillermo Buitrago suena en el Pompi Bar, un local a dos cuadras de la estación Bicentenario que conserva, como los tres locales contiguos, la arquitectura de las típicas casas antioqueñas: altas puertas de madera, zaguanes anchos con balcones de barandas, techos a dos aguas, barro y alero; lugares donde la música autóctona tuvo su cuna y esplendor.

Detrás de la barra de madera, los hermanos Ramiro y Fernando Bedoya atienden a sus fieles clientes: los pensionados. Señores que cada día cumplen una rigorosa cita en este lugar para charlar, beber, jugar, cantar, y charlar, y beber, jugar y cantar durante horas porros, boleros, carrilera, bambucos, pasillos, guasca… Lo que aquí suena desde los tiempos en los que don Pompilio, el primer dueño, fundó el bar, hará ya ochenta años. “Con el tranvía, Buenos Aires volvió a ser lo que era”, dice Fernando cargando una bandeja colmada de tazas de tinto.

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“Me gusta / me gusta Lola”, cantan algunos de los viejos que ocupan las mesas en el zaguán, cuando Jonás Ernesto se acerca a ofrecerles las esponjas de brillo y estropajos que llevaba atados a un cuerda que colgada de su brazo. “Para remover las células muertas, para circulación”, dice levantando la mirada, protegida del sol por un sombrero verde de ala ancha, pero ninguno está interesado. Jonás Ernesto Valencia, 72 años, sigue el camino que empezó cuando salió a las cuatro de la mañana de su casa, en Manzanares, El Pinar. “Allá arriba”, dice señalando al cerro Pan de Azúcar.

Cruza por Ayacucho esquivando a un grupo de muchachos que bajan trotando por la calle. “Por Ayacucho paso cada mes. Ah, es que usted le vende a una persona una esponja y se demora un mes para volverle a comprar”, dice. Se sienta en la banca pública que hay en la esquina, junto a otro señor, corpulento, bigote canoso espeso, gorra del Nacional, espalda recta. Jonás se le hace al lado y empieza a hablarle como si realmente lo conociera.

—Ese tranvía es muy lindo. Muy hermoso.
—Y usted se puede pasear en él todo el día —le responde Joaquín Guillermo, 89 años—, eso se mueve parejo.
—Tiene un paisaje tan lindo.
—No se salga de él y usted puede andar todo el día en tranvía. Desde que uno tenga la tarjetica, paga una vez. No se salga de él sino que cuando se monta se baja allí y se sube al otro, y se monta al otro y se va hasta allá y así se mantiene en él parriba y pabajo, por dos mil. ¿Qué más hago yo si yo soy jubilado?
—Ah, no se diga más. Yo soy de Santa Rita de Ituango. Me vine desde que estaban en guerra allá. La guerra nos echó. Nos vinimos…
—¿Usted también es jubilado?
—No, nada. Yo no pagué jubilación de ninguna calidad porque la vida mía fue en el campo.
—¿Qué le pasó a usted que no se alcanzó a jubilar hombre?
—Me le dediqué por allá a una vaca y a una bestia y a un sembrado, y después se dentró la guerra y me largaro. ¿Me va comprar la esponja? Para destapar los poros, para la circulación en la sangre. Usted se baña con esto y le pone la sangre a circular.
—No. Yo no le compro porque tengo que ir por una librita de carne pa el almuerzo. ¿Usted ya montó en tranvía?
—Sí, yo ya monté en tranvía, muy bueno, excelente, suavecito, eso no brinca ni nada. Es como montar en avión. ¿Usted ha montado en avión?
—Ufff, mucho.
—Bueno, así es. —Yo tengo que andar en bastón porque fue que me caí.
—Y yo no me he caído pero tengo un desgarre en los músculos de tanto caminar. Bueno señor, que le vaya bien, Dios lo bendiga.
—Amén, lo mismo.

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Jonás se levanta de la silla y sigue calle abajo, por esa falda estirada que termina en la parada Bicentenario. Cruza por la acera donde antes estaba el Jardín Clarita, ese local que 53 años estuvo custodiado por las ramas tupidas de un inmenso caucho. Allá, cuentan los vecinos, se armaban tremendas parrandas. Allá, dicen, llegaron a cantar Olimpo Cárdenas y Diomedes Díaz. Ahora, en su lugar, se alza un nuevo edificio. La fachada de rejas forjadas deja ver lo que hay dentro: decenas de pequeños locales que abren desde el mediodía y ofrecen comida gourmet de prestigiosas marcas.

Acá, en un mismísimo barrio, llegaron restaurantes cachés que antes estaban solo en las zonas play de la ciudad. Y ahora a esa estación, que está a pocos metros, llega gente de estratos altos, que en su vida se había asomado por acá, a conocer este sitio al que nombraron Mercados del Tranvía. Vienen, según contó su artífice a los periodistas la noche de su inauguración, el arquitecto Julio Medina, “porque se dieron cuenta de que tienen tranvía y que pueden vivir el Centro”. Construido con materiales reciclados e inspirado en mercados europeos, “ahora este es el sitio de moda, otro motivo de orgullo para el barrio”.

La gente se está dando cuenta de que tiene Centro y tranvía, dijo. Y no solo para comer y beber, la gente está entendiendo que hay para contemplar, también, caserones antiguos que nos hablan de una Medellín provinciana, por eso antes de emprender la ruta, muchos se quedan pasmados al ver esa casa campesina, perfectamente conservada, que está justo al lado de la estación. Parada BicentenarioLos mirones se aferran a la reja para ver el antejardín con rosas, el zaguán de baldosas coloridas y las gruesas ventanas, siempre cerradas, que ocultan historias, misterios.

Se dio cuenta la gente de lo que era esta calle, este barrio, este pedazo de ciudad cuando empezó a ver turistas tomándose fotos en el atrio de la bella iglesia gris y gótica, la del Sagrado Corazón, y al lado de la clínica que lleva el mismo nombre, que además tiene adentro el Castillo de los Botero. Un caserón, otrora propiedad de un banquero, que en el siglo XX fue sede de sesiones de espiritismo y reuniones de masonería.

Entendieron que tienen cerca casas culturales, teatros, museos y que el tranvía también puede acercarlos a la historia de cómo fue y ha sido el conflicto armado colombiano. A solo tres cuadras de la parada, llegan personas de todas partes a visitar el Museo Casa de la Memoria, un lugar de puertas abiertas, donde cuentan desde el arte, el testimonio y la investigación la historia de las víctimas y la de los victimarios. Y en ese lugar, en medio del parque que da nombre a la parada, El Bicentenario, y que a lo lejos parece la oscura pupa de una oruga recostada junto a la quebrada Santa Elena, uno comprende por qué hay campesinos como Jonás, quienes dejaron su pueblo para habitar los barrios de las altas laderas, para rebuscarse el sustento diario en calles vivas como Ayacucho.

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