La Semana Santa
Lisandro Ochoa

 

La Semana Santa


La Semana Santa hace parte del libro Cosas viejas de la villa de la Candelaria de Lisandro Ochoa.


Abril, 1944.

La festividad de la Semana Santa en nuestra tierra tienen tanto aire de colonialidad, tanto de la vieja España, tantos recuerdos de los tiempos lejanos, que es de interés hacer una relación de aquellos actos que nos tocó vivirlos, palparlos con toda la animosidad de los primeros años.

Los primeros recuerdos que tenemos de las festividades de Cuaresma, cuadros de la Semana Santa y ceremonias conmemorativas de la Sagrada Pasión datan del año 1875. El centro de los oficios religiosos era la vieja catedral (más tarde iglesia de la Candelaria). (…)

La Semana Santa se iniciaba con la procesión del Domingo de Ramos que salía de San José hacia la Candelaria.

Los “pasos” que salían en todas estas procesiones eran cargados por artesanos; excepción hecha del Santo Sepulcro que desde muchos años atrás ha sido llevado en hombros por distinguidos caballeros.

La Semana Santa

En los tres primeros días de la semana no ocurría nada de particular y todos continuaban en su trabajo notándose sí gran movimiento en las tiendas (hoy almacenes) a donde acudían muchas gentes a la compra de algunas cosas que “harían” parte del estreno en los días siguientes. En la tarde se instalaban en las calles, miradores y puertas para asistir a las procesiones.

El Lunes Santo, San Benito echaba a la calle la procesión del Buen Pastor en la que desfilaban las acongojadas imágenes de la Santísima Virgen, la Magdalena y todos los apóstoles. Era en estos días en los que se veía gente extraña en el barrio San Benito, siempre tan apagado, tan pacífico, tan hogareño siempre.

El Martes Santo salía la procesión de la iglesia de San José, con el paso de la Oración en el Huerto, acompañado de la Santísima Virgen, los apóstoles (menos San Pedro).

El Miércoles Santo tocaba el turno a la Vera Cruz con el paso de la Despedida. En este día por la noche se veían en todos los templos infinidad de fieles esperando el turno para la confesión, hasta altas horas de la noche.

El Jueves Santo, el gran día del Señor, sí se paralizaban todas las actividades comerciales y desde el amanecer multitudes de gentes invadían los templos ansiosos de recibir la Sagrada Comunión. Para este acto no se ataviaban sino con traje estrenado, a lo menos con lo “mejorcito”. Los señores de la sociedad lucían el sombrero de copa alta, en asocio de la severa levita que en aquellos solemnes días era prenda de urgente condimento personal; los pantalones de “fantasía”, los guantes de cabritilla y los relucientes zapatos de charol. Algunos elegantes usaban el Jueves Santo el dorsey. Muchos jóvenes también gustaban de esta indumentaria en estos días. Las damas se prestaban en todas las festividades ataviadas con el discreto traje confeccionado en paño o seda de color negro; mantilla de crespón de china (que más tarde fue desplazada por la mantilla española, para las señoras, y el “cachirulo” para las jovencitas). Contadas linajudas damas usaban el sombrero, entre ellas doña Amalia Santamaría de Herrán. El calzado estilo zapatilla no se conocía. Las damas usaban botas de satín; entre la clase media se acostumbraban los zapatos de chagriné y las gentes del pueblo se presentaban con trajes de vistosos colores. También en ese día los artesanos hacían su estreno de “cachacos”, arrimando la ruana y debutando con los zapatos. ¡Qué ampollas y qué mataduras causaban los tales borceguíes! ¡Qué sufrimientos los de los pobres campesinos con los primeros que aprisionaban sus pies! A tal punto llegaban sus dolencias que muchos, al mediodía, acudían a los zaguanes de las casas de los ricos y empacaban los recién estrenados en su pañuelo “rabo de gallo” y así poder continuar libremente su asistencia a las demás celebraciones de la Semana Santa.

Pan y Parque

Durante todo el día y las primeras horas de la noche se visitaban los monumentos de la misma manera que se hace en la actualidad; éstos eran arreglados con gran pompa, pecando algunos por recargo de adornos.

La misa de la consagración de Óleos, la Cena y el Lavatorio se realizaban por la mañana. En la tarde se efectuaba la procesión con el Señor atado a la columna.

El Viernes Santo, el día del gran sacrificio, sí se veía la participación de las gentes todas en tan solemnes y conmovedoras ceremonias.

Las más concurridas eran las de la iglesia de la Candelaria, San José y San Juan de Dios; allí tomaba parte desde el presidente del Estado hasta el más humilde hijo de vecino. El reverendo padre Ramírez, de San Juan de Dios, invitaba para la adoración de la Cruz a todos los más distinguidos caballeros, vecinos de este templo.

La procesión de Once era uno de los actos más conmovedores de la semana y salía de la citada iglesia. De los pasos que hacían el recorrido en la calle de la Amargura sobresalía el del Señor con la cruz a cuestas, atadas las manos con cuerdas, que tiraba un “judío” de feas manos negras” cuya indumentaria era realzada con un sombrero rojo adornado con una gran pluma. (Todavía el judío con la misma vestimenta en las procesiones de hoy, es temido por la chiquillería). Todo este desfile era engrosado por la presencia de la Santísima Virgen, la Magdalena y San Juan, y reforzado en solemnidad por los rezos de las Estaciones y la tristísima música que previamente escogía el padre Sebastián Restrepo. Un gran número de muchachos de los que vivíamos en los alrededores del templo de San Juan de Dios acudíamos afanosos a ayudar a las procesiones, afán que no siempre era complacido. Muy gustosos llevábamos los capuchones de los señores canónigos o acosábamos por caminar por debajo de las andas portando las ruanas y sombreros de los artesanos que conducían “los pasos”.

En el siglo pasado (no recuerdo la fecha), se sacaron en la procesión de Once dos esculturas que representaban a los personajes Dimas y Gestas; pero los pobres “cacos” una vez solamente recorrieron las calles de la Villa; no tuvieron suerte y fueron archivados por prohibición de las autoridades eclesiásticas que seguramente no encontraron muy hermosas y artísticas sus figuras. (…)

La Resurrección fue obsequiada para la parroquia de Envigado, por el señor Ciriaco Ramírez humilde y generoso vecino de la población. Desde el segundo año de su inauguración, la procesión adquirió gran popularidad. De todo el valle de Medellín acudían muchísimas gentes y hasta turistas de fuera de Antioquia quisieron conocer y admirar tan hermosa imagen.

Después de sesenta y dos años aún recordamos emocionados los detalles que siendo niños presenciamos en la inauguración de la imagen en la procesión del Domingo de Pascua. En medio de grandes multitudes, plenas de entusiasmo y devoción, y al compás de músicas alegres se destacaba imponente y salvadora la divina silueta del que dijo:

“Yo soy la resurrección y la vida y todo aquel que vive y cree en mí vivirá eternamente”.

La Semana Santa



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