Hallazgo que discurre en el tiempo
Anamaría Bedoya Builes

Hallazgo que discurre en el tiempo

Los depósitos de agua. Gonzalo Escovar, ca. 1920.


Imaginemos. Un aguacero torrencial cae sobre el Valle de Aburrá una noche de 1896. Arroyos y riachuelos aumentan su caudal; algunos, incluso, se desbordan y abren cauces en los vírgenes bosques de las laderas. La quebrada Santa Elena baja rauda por la vertiente arrastrando lodo, piedras y palos. Amanece. El agua helada y cristalina ahora discurre turbia, como café con leche espumoso y rebosante. Los aguateros cargados de cántaros se acercan a las fuentes públicas de plazas y observan, sobrecogidos, el líquido impotable.

Pero, digamos que no fue así –imagino que dijiste mientras desenrollabas un plano y lo enseñabas a los funcionarios del municipio que escuchaban tu propuesta–, que a pesar de la lluvia el agua brotó limpia, los aguateros escanciaron sus cántaros y pudieron repartir el líquido a las casas. ¿Cómo? Ubiquémonos a la altura de Miraflores, en las tierras de Don Coroliano, la quebrada pasa por debajo de La Toma; sigamos el curso de la corriente hasta Ayacucho, en el barrio Mundo Nuevo; digamos que ahí la Santa Elena cayó a un depósito de decantación, o desarenado.

El agua entró por una acequia a un sistema de siete piscinas separadas por diques de cal y canto escalonados que la hicieron fluir en un movimiento serpenteante. Por principio de decantación, el lodo se precipitó al fondo, donde hay unas compuertas que, al abrirse, lo arrastraron hasta un canal de descarga subterráneo y lo encauzaron hacia la quebrada La Palencia. Mientras que el agua limpia circuló por unos reboses, arcos carpaneles ubicados a media altura de los diques –habrás aclarado señalando el plano–, y a medida que pasó de un estanque a otro, la velocidad se redujo, las partículas de agua limpia quedaron en la superficie y luego salieron por un sistema de válvulas que la condujo hasta las fuentes publicas de la ciudad.

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Deslumbrados quedaron con tu promesa de solucionar una preocupación: la sanidad de la que dejaba de ser una pequeña aldea y se convertía en una ciudad preocupada, como las grandes metrópolis europeas, por ordenar y controlar eso que empezaba a sonar con más fuerza en los discursos de intelectuales, líderes políticos y sociales: lo público. El agua, la energía eléctrica, el transporte, las calles, los barrios, los cementerios, los hospitales, las escuelas. En esa Medellín republicana, del siglo XX, la gente se llenaba la boca con una palabra que sería propulsora de su transformación: Modernidad.

Estilo Moderno. Así llamaron a la primera agencia privada de ingeniería y arquitectura de la ciudad, el arquitecto Dionisio Lalinde y vos, Antonio J. Duque, un joven de apenas veinticinco años, ingeniero civil de la recién fundada Escuela de Minas. Los ojos almendrados y soñadores, barbilla y pómulos rectos, la frente despejada, el cabello corto peinado hacia un lado, y un bigote grueso que te tapaba el labio superior.

Los funcionarios aprobaron tu propuesta, y el 28 de febrero de 1896 firmaste un contrato con el Presidente del Concejo, Francisco A. Arango, para construir un depósito de decantación por el que te pagaron quinientos pesos. Una megaobra para la época que unos años más tarde, cuando se declaró obsoleta, quedaría sepultada bajo una inmensa casona y solo descubierta, por puro azar como suceden los hallazgos, 117 años después.

“Yo me lo trato de imaginar a él, a Antonio J. Duque; cómo pensaba y de dónde sacó esos conocimientos porque hasta donde creemos él nunca fue a Europa”, dice Pablo Aristizábal, arqueólogo Ph. D. e ingeniero ambiental, director del Proyecto de Arqueología Preventiva Corredor Verde Avenida Ayacucho. Un hombre de 39 años, altísimo, cabello largo recogido en cola, patillas tupidas y rectas, ojos verdes surcados por unas cejas gruesas y un aro en el lóbulo izquierdo que le da, definitivamente, un aire gitano.

Viste un chaleco azul de Vigías del Patrimonio, carga un bolso en el que, pocos saben, lleva una flauta traversa; esta noche ensayará con su agrupación de música flamenca. Bajo el brazo lleva una carpeta con planos, documentos y recortes de prensa de cuanta noticia se ha escrito del desarenadero. No es tímido. Habla con tranquilidad ante cámaras, asiste gustoso a citas con periodistas, les comparte cuanta información tiene, ahorrándoles reportería y dispuesto a contar, una y otra vez, la misma historia, sumando los últimos detalles descubiertos del que se considera el primer sistema de acueducto de la ciudad. Aunque lo suyo, por mucho tiempo, han sido los hallazgos que revelan vestigios de antiguas comunidades indígenas. Es la primera vez que Pablo trabaja en una excavación de este tipo.

Hijo de una arquitecta y de un ingeniero, estudiaba, como su familia deseaba, ingeniería civil. En un viaje a la Sierra Nevada de Santa Marta, en un campamento en el que pasó varios días cerca a los arhuacos, entendió que lo suyo era explorar el insondable mundo ancestral. De niño, cuando su abuelo lo llevaba a caminar por Cerro Tusa, en Venecia, y le contaba la historia de una diosa cuyo rostro estaba perfilado en una roca, él lo escuchaba alelado mientras intuía su destino. Por eso cuando descendió de la montaña de los mamos decidió estudiar antropología. Así lo hizo, aunque no abandonó la ingeniería, y se especializó en arqueología, materia que en Colombia todavía suena a ciencia ficción.

“Este hallazgo no tiene que ver con indios pero sí con la historia de nuestra ciudad. En esa época estaban como estamos ahora, en la súper innovación. Llegó el alumbrado público, lograron hacer la primera hidroeléctrica en Piedras Blancas; pusieron el primer acueducto... Ahora estamos que tranvía eléctrico para contaminar menos, limpiando el río Medellín con el proyecto de los Parques del Río; las alcantarillas y la quebrada Santa Elena, con Centro Parrilla. La ciudad está en cirugía, para ser más ecológica y sostenible”, dice sorbiendo un tinto caliente de la Panadería Las Delicias, un local junto a la Parada Museo del Agua, que queda en un edificio de dos pisos de estilo francés. “Acá quedaba el antiguo Café Cyrano, donde se reunían el grupo de intelectuales Los Pánidas”.

Se enteró del hallazgo por las noticias que publicaron los medios en abril del 2013. Un grupo de estudiantes de arquitectura de la Universidad Nacional investigaban el impacto urbanístico del tranvía, caminaban a la altura de esta parada, donde estaban demoliendo varias edificaciones para la construcción de una plaza pública y vieron debajo de las ruinas de una antigua casona unas bóvedas con arcos en ladrillo macizo. Inquietos, tomaron fotos. Se las llevaron a Luis Fernando González, el profesor, “él, experto en la historia de la arquitectura y con ese ojo de águila que tiene, lo ubicó en el periodo republicano. Llamaron al ICANH (Instituto Colombiano de Antropología e Historia), que hace parte del Ministerio de Cultura. Entonces, el ICANH le exigió al Metro incluir arqueología preventiva en la obra”.

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Nadie, en realidad, sabía lo que era. La gente, cómo no, empezó a especular: eso era de la antigua Fábrica de Coltejer; esas son las cavas de la extinta cervecería Tamayo; son los túneles de Pablo Escobar; son trincheras de la Guerra de la Independencia; son guacas que estaban llenas de oro. Pocos meses después, Pablo, contratado para investigar el hallazgo, salió en televisión contando que se trataba del primer acueducto de la ciudad. “En el Archivo Histórico encontramos el contrato que el Concejo de Medellín le hizo al ingeniero Duque en 1896; o sea, hace 117 años”, dijo mirando a la cámara, al fondo se ve una parte del desarenadero, expuesto e iluminado por el sol de la tarde.

Seis meses duraron las excavaciones desmontando lo que quedaba de la antigua casona sin demolerla. Con palustres de madera que diseñaron ellos mismos, baldes plásticos y pesticida, el equipo de arqueología limpió el lugar de escombros, tierra y cucarachas, muchas cucarachas. Juan Fernando Barros, ingeniero civil experto en hidráulica, visitó el lugar, “él me explicó el funcionamiento, el principio de decantación y hasta en qué sentido corría el agua. Entonces hicimos los primeros planos y los renderizamos para hacer la reconstrucción digital. Este lugar es un vestigio de ese cambio de aldea a ciudad pues esa necesidad de pasar el río, de controlar y adaptarse al agua fue creando nuestra historia de la ingeniería y la arquitectura”.

El enigma en este hallazgo seguís siendo vos, su creador. Viviste una época en la que vinieron maestros de arquitectura e ingeniería de Europa a hacer colosales obras arquitectónicas que siguen en pie. Vino el alemán Enrique Hausler, que fundó la Escuela de Artes y Oficios y con sus alumnos hizo, en 1875, la cobertura de la quebrada La Palencia, por la que pasaban los cortejos fúnebres en la Calle de La Amargura rumbo al cementerio San Lorenzo. Sobre el río Medellín hicieron los puentes de Guayaquil, Colombia y San Juan. Vino Carlos Emilio Carré, el arquitecto que diseñó la Catedral Metropolitana, marcando el paso de las construcciones de tapia y bahareque a las de ladrillo y argamasa.

Dicen, pues, que algo tuviste que ver con ellos, que debiste, al menos, conocerlos, que varias de esas obras se hicieron cuando eras estudiante de ingeniería, según una placa que encontraron de los fundadores de las Escuela de Minas, de 1887; tu nombre, el sexto de la lista, gura entre los primeros alumnos. A lo mejor, suponen, los conociste en alguna conferencia, lo dicen porque tu estilo devela esa tradición clásica que ellos trajeron influenciada por Roma.

Naciste el 6 de marzo de 1871. Se desconoce el nombre de tus padres pero es posible que fueras de una familia pudiente, no eran muchos los que en ese tiempo podían estudiar en la universidad ni vestir traje elegante y corbatín, como el que luces en la única fotografía que encontraron. Aseguran que fuiste una promesa de la arquitectura, pues siendo tan joven eras ingeniero del Municipio de Medellín. En ese cargo, hasta donde se sabe, rediseñaste el Parque de Berrío tras un fatal incendio, bordeándolo con una reja que importaron de Inglaterra. Hiciste un molino para una fábrica de Guayaquil, construiste un bellísimo edificio que ocupaba toda la esquina de Carabobo con Colombia y te encargaron el primer acueducto de la ciudad.

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Te casaste con Dolores Gaviria de Duque, hija del industrial Germán Saldarriaga, fundador de Pintuco, aunque se ignora si tuvieron hijos, si dejaron descendencia. Hallaron tu nombre, y debajo del tuyo está el de ella grabado en una lápida de mármol, en el mausoleo de esa familia en el Cementerio San Pedro, donde entonces solo enterraban a la clase alta. Moriste el 24 de mayo de 1902, ninguna biografía relata las causas, seis años después de que terminaste tu gran obra. Y eso es todo, Antonio J., todo lo que sabemos de vos.

Antes de descender, apoyados a los ladrillos macizos, terracotas, Pablo se detiene a contemplar el desarenadero, guarecido del mundo externo por una gran carpa plástica. Es verdad lo que dice el laberíntico lugar para quien no tiene idea de lo que esto pudo ser, parece más una galería subterránea, como las ruinas de las catacumbas de la antigua civilización romana. Él quería entender por qué esa relación, de dónde había sacado Duque ese exquisito diseño. Empezó a investigar y encontró que hace 2000 años Roma tuvo once acueductos, uno de ellos, el Acqua Virgo, tenía un desarenadero.

“Era igual a este, con la salida de agua por encima y la sucia por debajo, el mismo principio de decantación”, dice mientras recorremos las cámaras por donde fluyó la Santa Elena. Se para frente a uno de esos diques y señala la diferencia entre la mampostería de ese tiempo y la de ahora, en la pared se ve el cambio que hizo en la estructura el señor que construyó su casona sobre el acueducto, por allá en los años treinta, sepultando el desarenadero, usándolo para tirar escombros. “Mira la diferencia, acá argamasa de cal. Acá vemos a Duque y su gente; mientras que acá vemos a los maestros de hoy en día, puro cemento. Haga de cuenta música clásica y reguetón”.

Este será el primer museo de arqueología de la ciudad, comenta, imaginándose una pasarela de madera por la que la gente podrá caminar para recorrer las galerías, verán en urnas de vidrio otros hallazgos que han hecho: los rieles y los durmientes del antiguo tranvía en comino crespo, las vivas de luz del primer alumbrado eléctrico, los atanores que distribuían el agua, los antiguos buzones escoceses donde se depositaba el correo y la vajilla inglesa, los ceniceros y frascos de perfume que encontraron quebrados en pedacitos y ocultos entre los muros de la cocina de la casa que estaba encima. Pablo, dice al pasar por la piscina más intacta, se imagina ahí una exposición fotográfica que cuente la historia del acueducto, la del sistema de transporte, la ingeniería y la arquitectura de la Medellín de finales del siglo XIX y principios del siglo XX. El museo, que será apadrinado por EPM, se llamará Pabellón del Agua.

“Este desarenadero es un pequeño granito para que la gente valore el patrimonio, queremos que se concienticen de ello pues esto nos remite a la creación de nuestra ciudad, es el encuentro con el Medellín subterráneo”, dice cuando llegamos a la pieza que tanto lo maravilló durante el hallazgo. En toda la mitad de la estructura se abre un arco romano, suntuoso, soberbio, intacto. “Qué arco más bonito, una belleza; es del tipo de arco que hacían los romanos para levantar sus coliseos. Y este fue una reparación de Duque para sostener estos dos tabiques, pues el que había en la mitad, jate en la huella que quedó en el suelo, se cayó. En el archivo encontramos los descargos de él defendiéndose por la falla, dice que era que no tenía cimento romano, una especie de revoque para evitar la porosidad”.

Se lo imagina, a Duque, en el juzgado leyendo la carta que escribió en su defensa el 17 de noviembre de 1897. Tras una introducción que más parece una lección de hidráulica, y de quejarse por lo que advirtió sobre trabajar con materiales de bajos costos, como lo estipulaba el contrato, concluyó: “La falta de cimento romano fue decisiva en el accidente del Desarenadero. El agua durante los pocos días de servicio de la obra fue infiltrándose a través de adobes eminentemente porosos; se estableció una especie de endósmosis entre los tanques adyacentes que tuvo por resultado la caída del primer muro que careció de una de las presiones laterales que contrarrestaba la opuesta”.

Se lo imagina, a Duque, encontrándose con él en el Café Cyrano, donde se reunían Los Pánidas y desde donde podían ver las rejas negras de hierro forjado que rodeaban al desarenadero y a las piscinas de agua, al tope, como una serie de espejos rectangulares reflejando las copas de los árboles y el cielo. Se lo imagina, a Duque, contándole cómo se le ocurrió ese diseño. “Nosotros trabajamos con base en pistas, como detectives, y en suposiciones, pero la verdad absoluta no la tenemos. La arqueología se basa en hipótesis, el pasado no lo podemos ver. Ese sería el sueño de cualquier arqueólogo, volver a la época, hablar con Duque y que nos explicara todo, entender bien cómo era Medellín; como esa serie de los años ochenta, que trata de un niño que viaja al pasado con su tío”.

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*Fragmento tomado del libro Nuestro tranvía, publicado por el Metro de Medellín en coedición con Universo Centro, en el año 2015.

 

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