Algunos entran como asustados: antes, miran a lado y lado de la calle, mientras, de reojo, observan las carteleras de lascivia exhibidas en el hall del Teatro Sinfonía, el decano del cine porno en Medellín. Desde las diez y treinta de la mañana, hora de apertura, ya hay gente en la sala con capacidad para 470 espectadores.
No siempre fue una sala para presentar el denominado cine X. En 1942, cuando se llamaba el Salón España, proyectaban cine “normal”, en especial películas mexicanas. Luego se transformó en una emisora, radio Sinfonía, que más tarde volvió a darle paso a la pantalla grande.
Fundado por don Carlos Góngora Botero, también dueño del Radio City, el Sinfonía ha perdurado en Sucre, entre Caracas y Maracaibo. Sus tiempos de esplendor ya pasaron, pero todavía se mantiene como uno de los cuatro cines especializados en cine pornográfico en la ciudad.
En los sesenta, la sala comenzó a presentar películas eróticas o de “sexo suave”, como lo llama don Horacio Monsalve Betancur, su administrador desde hace 36 años. Eran películas más bien “inocentes”, comparadas con la irrupción del cine porno que tuvo su bombazo con Garganta profunda, y con las que seguirían después, que carecen de argumento y son una monótona reiteración del “mete y saque”.
Durante el gobierno de Misael Pastrana Borrero (1970-1974) llegó a Colombia lo que se llamó el “destape”. Existía una censura para mayores de 21 años que fue rebajada a los 18. Por aquella época comenzaron a entrar películas más fuertes y el Sinfonía buscó especializarse en la proyección de ellas.
Claro que, para gloria de algunos amantes del buen cine, por alguna razón presentaron allí casi todos los filmes del poeta y cineasta italiano Pier Paolo Pasolini, como Teorema, Las noches de Bocaccio, Edipo Rey y Las mil y una noches. Quizá los confundieron con cine porno. Y todavía acostumbraban a cambiar cartelera en semana santa. Jueves y viernes santo proyectaban Genoveva de Brabante y El mártir del calvario.
Con el “destape” cambió el público del Sinfonía. De los matinales con rifas de bicicletas y balones, y con los taquillazas del matinée doble, con películas mexicanas, argentinas y estadounidenses, se pasó a la del cine porno francés, italiano, sueco y también gringo. Ya eran otros los asistentes.
Desde los setentas va gente de todas las edades, en particular jóvenes. Cuando hay dudas de su mayoría de edad, los porteros les piden documento de identidad. No se admite recibo de cédula sin foto, “porque puede ser prestado”, según dice don Horacio. Alguna vez, un pelado al que no dejaron entrar porque le faltaban diez días para cumplir los 18, le propinó una puñalada a un portero.
El cine Sinfonía, que en los tiempos gozosos llenaba sus localidades, hoy tiene una asistencia entre veinte y ochenta espectadores diarios. Antes, era normal, sobre todo los fines de semana, ver largas filas que doblaban por Caracas y Maracaibo: una para comprar boleto y otra para entrar.
De acuerdo con su administrador, no se presentan incidentes en la sala, “porque hay vigilancia. Se monitorea de que no haya gente fumando ni poniendo los pies sobre la silletería”. Además, como no hay palcos ni balcones, es más fácil ejercer control sobre espectadores alborotados.
De vez en cuando, cuando hay parejas en la sala, algún patán quiere molestar a la dama. Pero se le saca de la sala y “no se vuelve a dejar entrar”, afirma el administrador.
Quizá el mejor publicista que haya tenido el Sinfonía en su historia ha sido el sacerdote Fernando Gómez, cuando era párroco de Buenos Aires y productor del programa radial La hora católica. Sermoneaba a los feligreses para decirles que no entraran a ese teatro, porque las películas que daba eran prohibidas para todo católico. Muchos de ellos salían de misa para el Sinfonía.
No sólo en semana santa se interrumpía la proyección del porno. También en la semana del 24 de junio, para conmemorar la muerte de Carlos Gardel. Presentaban las películas del astro del tango. “Venía mucha gente. Pero ya esas películas se acabaron. No quedaron copias”, dice con aire de nostalgia don Horacio.
Antes de ser administrador del Sinfonía, Horacio Monsalve era empresario de cine. Tenía teatros o los alquilaba en Fredonia, Frontino, Támesis, Abejorral, Santa Bárbara y Yarumal, su pueblo natal. En Medellín tuvo el Teatro Castilla, el Laika de Aranjuez y el Buenos Aires, que se lo arrendó William Londoño, dueño del desaparecido y monumental Teatro Junín. Para él, las películas más taquilleras en otros tiempos de la ciudad fueron Ben Hur, Los diez mandamientos, Dios como te amo y La ley del Monte, de Vicente Fernández, que duró 15 semanas en el Radio City.
De las pornográficas, las más exitosas han sido las de la ex diputada y actriz italiana la Cicciolina. El Sinfonía se llenaba de espectadores que suspiraban con las tetas y cabriolas lujuriosas de la pornoestrella. Don Horacio recuerda con especial placer el filme Sexo diabólico, con Roxana Dool, de gran acogida en Medellín. “A mí no me gusta el cine porno. Uno antes tenía que ver pedazos porque las casas distribuidoras a una misma película le cambiaban el título y entonces salía uno presentando la misma y el público protestaba”.
Para él los tiempos brillantes de los teatros eran los del cine mexicano, argentino, el de las películas americanas de Burt Lancaster, las series de Apache, El ladrón de Bagdad, con Sabú. Conserva en su casa muchas de ellas. Recuerda con interés actores argentinos, como Francisco Petrone, Mecha Ortiz y Pedro López Lagar, y películas taquilleras como Joven viuda y estanciera y La sombra de Safo, en la década del cincuenta.
Recuerda, asimismo, los días en que el Teatro Junín, con capacidad para 3.200 espectadores, se colmaba de público para ver cintas diversas, como El clavo y Todo un hombre. “Una vez, en El Colombiano salió un aviso que anunciaba estas dos películas en un matinée doble: ‘Hoy, Todo un hombre con El clavo”, lo cuenta y se ríe don Horacio.
De los filmes viejos “eróticos”, el administrador señala como otros muy exitosos el documental “Norte desnudo”, en una playa de bañistas; y la serie alemana de las colegialas (Cuando las colegialas crecen, Cuando las colegialas aman; Cuando las colegialas pecan…).
El Sinfonía tiene clientes fijos. No importa que sea la misma película, pero ellos están ahí, cada día. Quizá sea la soledad, tal vez se trate de alguna desviación morbosa. Igual, no faltan. También entran políticos, médicos, empresarios, que tratan de camuflarse. Y aunque ya no es mucha la concurrencia, siempre habrá gente cumpliendo 18 años. “Así se va renovando el público”, dice Monsalve.
En este teatro, uno de los más viejos de la ciudad, trabajan dos porteros, dos aseadoras, una taquillera y dos operadores o proyeccionistas. Más allá del telón vino tinto de la entrada está el mundo de los que sienten placer al observar un filme pornográfico.
Hay una cosa definitiva. Nunca presentarán porno colombiano, “porque es algo muy ordinario, usan un dialecto lleno de vulgaridades, de palabrotas y es con droga a toda hora”, afirma el administrador. Al Sinfonía llegan los espectadores con sigilo. Y salen con el mismo cuidado. No quieren ser observados por otros. Parece que tuvieran vergüenza de entrar a una sala de cine X.
Hay un asunto llamativo en esta sala: en la confitería usted puede comprar gaseosas y mecato diverso, pero eso sí: no hay crispetas, lo cual es una gran ventaja.