El Astor

A una cuadra del Versalles está el Astor, otro emblema urbano. No siempre estuvo ahí. Fundado por un matrimonio de inmigrantes suizos, funcionó primero en Maracaibo, y después en un lugar justo al frente de su espacio actual: era una casona de estilo español, con arcos encalados y sólidos muebles de madera; la sede de hoy no es menos amplia, ni menos acogedora. Y sus productos son lo que siempre fueron, porque el Astor nunca ha bajado ni bajará nunca la guardia.

Famosos son sus “moritos”, sus “sapos”, sus “besos de negro”, sus turrones, sus galletas y sus helados. Su local lo frecuentan gentes de diversos pelajes, desde jubilados adictos al tinto hasta damas que van allí a tomar el té; y también estudiantes, colegialas, periodistas, novelistas en trance de novelistas (alguna vez una escritora se quejó ante el dueño de que las recién instaladas luces de neón le habían robado la inspiración, que sólo la visitaba bajo los antiguos farolillos de gas). Añádase a ese variopinto público el de los turistas. Porque venir a Medellín y no comprar en el Astor algo para llevar a casa, es como no haber venido. Claro que ahora hay varias sucursales, incluyendo una en el aeropuerto de Rionegro. Y, además, tiene domicilios.

 

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