La Alhambra, símbolo del progreso atrasado

El mercado cubierto que mandó a hacer Coroliano Amador en el centro de Medellín, piedra angular del naciente barrio Guayaquil, fue inaugurado el 23 de junio de 1894 ante la mirada atónita de forasteros, matronas, empresarios, músicos, curas, gobernantes, putas y ladrones. La bendición del obispo Joaquín Pardo y Vergara fue el único instante solemne y silencioso del tumultuoso evento, que luego terminó en una fiesta con pólvora, groserías y aguardiente. Muchos de los cuatrocientos obreros contratados por Charles Carré para construir la nueva plaza de mercado se quedaron viviendo en casas y hoteles de las calles aledañas, a la espera de nuevos trabajos o parrandas.

El mercado cubierto fue la pieza maestra en ese rompecabezas que ya era Guayaquil, y que estaba casi terminado con la creación de calles y carreras como Cundinamarca, Díaz Granados, Posada Berrío, Amador, Maturín y La Alhambra. Edificar un gran barrio comercial para impulsar la economía antioqueña era el sueño de Coroliano Amador y de su club de amigos de la élite local, entre quienes se contaban los Santamaría, los Vásquez y los Restrepo.

La Alhambra, símbolo del progreso atrasado

Germán Saldarriaga y Restrepo en coche sobre La Alhambra. Benjamín de la Calle,1905.

La Estación Medellín del Ferrocarril de Antioquia estaba por construirse y en Guayaquil los comerciantes se frotaban las manos, convencidos de que sus fortunas se iban a multiplicar prontamente.

Progreso fue la palabra de moda en aquellos años, el apellido de las nuevas vías, entre ellas La Alhambra, que se llenó de hermosas casas de estilo colonial, habitadas por “la gente de bien” y los más ricos de La Candelaria. Sin embargo, la bonita calle de los ricos empezó a desteñirse como una blusa de mala calidad. Horrorizados con la descomposición moral de los “pobres vergonzantes” que se fueron tomado a Guayaquil, los acaudalados vecinos comenzaron a migrar hacia el barrio Villanueva, dejando atrás sus bellas casas, que terminaron siendo utilizadas como hoteles u oficinas de comercio.

El barullo en la famosa “calle de los Restrepo”, como se conocía a La Alhambra, creció, y ni los inspectores ni los piquetes de los soldados del Batallón Junín lograron disipar las plagas. Era tal el desorden y los problemas de salubridad, que un día apareció un brote de viruela que contagió a varios forasteros que ocupaban habitaciones en los edificios Carré y Vásquez. Los pocos ricos que continuaban viviendo en La Alhambra también sucumbieron al virus, pero por su posición social sus casas no fueron marcadas, lo que causó la furia de los pobres, quienes a altas horas de la noche decidieron marcarlas con excremento.

Desde su nacimiento, La Alhambra, como todas las demás calles y carreras, fue el escenario de nuevas construcciones culturales, de nuevos imaginarios y de constantes resistencias sociales. Parecía que Medellín trataba de reservarse un derecho de admisión de sus ciudadanos, pero aquellos que no cumplían los requisitos se instalaban a la fuerza en la creciente urbe. A la fuerza llegaron jóvenes desde pueblos y laderas, con sus pies descalzos, con pantalones mochos y la piel pintada por el sol y el barro. Llegaron a La Alhambra y se ofrecieron como mandaderos o meseros, o simplemente se sentaron a mendigar cualquier pedazo de pan.

La Alhambra, símbolo del progreso atrasado

Dr. Vicente Uribe Rendón sobre la calle La Alhambra. Benjamín de la Calle, 1910.


También llegaron a la exigua calle decenas de arrieros con sus mulas y se sentaron en las tabernas a contar sus cuitas y sus leyendas pueblerinas. Por allá se vio varias veces al mismísimo Cosiaca, siempre al lado de su Sancho imaginario, el dicharachero Pedro Rimales.

La Alhambra poseía un embrujo único, y por allí pasaban anónimos y famosos. Muchos llegaban con fortunas extraídas de las minas de oro de Buriticá, Frontino o Segovia, y las perdían en un fin de semana en las mesas del Orocué o en el Café Roma, donde el Mono Gallego cambiaba relojes y collares por dinero en efectivo para que los borrachos pudieran seguir bebiendo. Y los que lograban salvar algún peso, después de haber sobrevivido a los infiernos lujuriosos de las cantinas Guerra Santa o Perro Negro, eran desvalijados en Maturín por la Negra Luz o Manuel Moncada, ladrones famosos de las primeras décadas del siglo XX.

La degradación moral, al decir del padre Henao, un legendario cura de La Veracruz de los primeros años del siglo pasado, había que frenarla con oración y acciones contundentes. Los ricos también pedían medidas fuertes para espantar a los pobres y así recuperar la “ciudad soñada”, pero por más que raparan a las putas o bañaran con agua helada a mendigos y borrachos, estos volvían a las calles.

Los esfuerzos gubernamentales por darle orden no fueron efectivos sino hasta finales del siglo XX. Con el cierre del mercado cubierto, en 1980, los comerciantes se trasladaron a nuevas plazas de mercado y la oscura imagen de Guayaquil, de El Pedrero, de la “calle de las putas”, como también fue conocida La Alhambra, se fue diluyendo. Finos edificios de antaño como La Campana o el Victoria Plaza volvieron a exponer sus fachadas.

La Alhambra, símbolo del progreso atrasado

A comienzos de este siglo se logró rescatar la historia y la belleza de los restaurados edificios Vásquez y Carré; el antiguo Pasaje Sucre dio paso a la Biblioteca EPM y la remodelación de la Plaza de Cisneros la convirtió en la actual Plaza de las Luces.

En La Alhambra de hoy ya no hay ricos, pero tampoco putas ni bandidos ni tahúres. Persisten, eso sí, los comerciantes. Las viejas y nostálgicas casas que alguna vez fueron habitadas por Urbano María Restrepo, Fernando Restrepo, Cleodomiro Ramírez o Alberto Acevedo, entre otros ilustres negociantes, siguen ahí, como insignias de un pasado que insiste en permanecer en la memoria de los ciudadanos, como una especie de estribillo que trata de decir: “no repitamos los errores del pasado”.

Ahora esas casas son bodegas, cigarrerías, centros comerciales y hasta relojerías. Algunas de las últimas putas, herederas de los imperios de Las Cocuyas y Amparo Álvarez, quienes en los años treinta atendían hasta cuatro hombres por día, ya están jubiladas, y esperan con paciencia el ocaso de sus vidas vendiendo tintos, chicles y cigarrillos entre Amador y Maturín.

El último matón distinguido que tiñó de sangre la famosa calle de los Restrepo fue la Aguja, un enjuto y silencioso cuchillero que fue colgado en una de las vigas del Hotel Líbano, otro almatroste ya extinto, al igual que el bar Culumbia, de los ochenta, donde trabajaba la urraeña María Berrío, la última puta que fue rapada por la policía.

La Alhambra es una calle histórica, que va desde Amador hasta Ayacucho, desembocando en el Palacio Nacional, construido por Agustín Goovaerts en 1925. En ese sector, hoy conocido como el Barrio Chino, surgió el almacén Éxito en 1949.

La Alcaldía actual, a través de la Empresa de Desarrollo Urbano (EDU), persiste en la intención de darle orden a la calle, y por eso renueva y mejora las aceras, reordena las zonas verdes y pone lámparas, señales y jardineras. En últimas, el motivo no es archivar el pasado, sino remodelarlo y volverlo a contar, de tal manera que quede claro que la palabra progreso jamás desaparecerá del vocabulario de los medellinenses.

La Alhambra, símbolo del progreso atrasado

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