Juniniar de noche
Maria Isabel Naranjo

Juniniar de noche

Juniniar de noche no es juniniar. ¡Es callejear innecesariamente! —dice el arquitecto Gabriel Duque, que camina conmigo hacia Junín con La Playa.

Es sábado. Son las ocho. El cielo amenaza con lluvia. En el celular tengo una fotografía de Junín en 1960, una década antes de que fuera peatonalizada entre La Playa y Caracas, como una forma de homenajear una época dorada “donde los ricos, los políticos y los amantes se complacieron sin límites”, según cuenta Jairo Osorio en su libro Junín 1960. En la foto también es de noche. Los anuncios de los locales son tubos fluorescentes que brillan sobre el pavimento mojado. No hay nadie. Uno se da cuenta de que es Medellín porque lee: Librería Continental, Casa del Niño, Pintuco, Calzado La Corona, Everfit, Donald... hasta que no se distinguen más, solo unas tiras de bombillos colgados de lado a lado, hasta el final de la cuadra. La calle está sola, pero esas lucecitas como de ciudad que no duerme dan ganas de estar ahí, en el pasado.

Entonces le digo:

–¿Quién dijo que el verbo juniniar no se puede conjugar de noche?

“Juniniar” es un verbo que nos inventamos para definir el recorrido “que hacían los medellinenses entre 1940 y 1970 a lo largo de esta calle para comprar, vitriniar, festejar o tomar el algo”, según se lee en una placa. Aunque habrá que precisar que no es una calle sino una carrera, la 49, como le diríamos si estuviéramos en Bogotá. Juniniar de nochePero estamos en Medellín y Junín, una batalla muy importante para que Simón Bolívar lograra la independencia de Ecuador, fue el nombre elegido para reemplazar El Resbalón, como se llamó hasta finales del siglo XIX, cuando lo que había era pura tierra colorada y se perdían los marranos. Así aparece un anuncio del 19 de octubre de 1907 en el periódico El Bateo:

¡Marrano! Tengo en mi poder uno que me acompañó anoche desde el puente de Junín hasta mi casa. Lo entregaré a quien me de (sic) señas exactas de él”.

Precisamente en esa esquina de Junín con La Playa, Gabriel y yo nos perdemos mirando los 175 metros de altura y los 36 pisos del rascacielos que reemplazó al Hotel Europa y al Teatro Junín, símbolos de la cultura y el arte, por el máximo representante de la industria antioqueña: el edificio Coltejer. En 1967 se decía que Medellín era la “Manchester latinoamericana” y se comparaba incluso con Sao Paulo, debido a que el noventa por ciento de la producción de textiles de algodón de todo el país se fabricaba aquí.

A unos pasos de allí llegamos al mismo sitio donde se tomó la fotografía, pero en lugar de avisos de neón brillantes, la luz amarilla de las lámparas del alumbrado público sale cansada y se riega de forma desigual por toda la carrera hasta donde termina, en el Parque de Bolívar. A mano izquierda, algunas parejitas entran a comer donde dice Perrito a $2000. Más adelante se lee un anuncio con puntos de leds rojos: JUNINAZO PISTA DE BAILE. Un tunelcito de escaleras lleva al segundo piso donde antes estaba la Librería Continental. La música suena muy duro y por el balcón se escapa un lamento. Es la Hija de nadie, de Yolanda del Río. También suenan duro los aplausos del voceador que invita a entrar a los pocos transeúntes. Declinamos la invitación y seguimos leyendo los avisos por la calle semioscura: Tragadero solo hay uno, Mega Punto $5000, los dos en una letra muy grande, que grita, muy distinta a los que se leen a mano derecha: Plata Martillada, Ástor, Sterling, locales de una tradición que comenzó en los años treinta, cuando las casas neocoloniales se convirtieron en edificaciones modernas, lujosas tiendas de artículos importados, clubes de ricos y salones de té burgueses por los que algunos suspiran todavía cuando ven fotos en sepia.

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Juniniar de noche

Ricardo Olano cuenta en sus memorias que las primeras farolas de luz eléctrica que se instalaron en Medellín fueron precisamente en Junín, en 1934, “sencillas pero bonitas”, lo que sirvió de estímulo para iluminar otras calles “con belleza y prestigio”. En 1940 felicitaba las gestiones del alcalde de la época por mejorar el aspecto de la ciudad quitando los avisos comerciales que no reunían “condiciones de estética”. Setenta años después seguimos creyendo lo mismo. Gracias a las gestiones público-privadas con los comerciantes de Junín, ellos aportarán un quince por ciento del valor total para dar un aspecto más uniforme a las fachadas, con los colores blancos y pasteles que tienen los centros históricos de las ciudades coloniales, y anuncios pequeños ajustados según la norma. Además, la alcaldía reemplazará el alumbrado público para generar una iluminación continua en toda la carrera. El alcalde, la Gerencia del Centro y la Agencia para la Gestión de Paisajismo y Patrimonio aseguran que esa es la clave para que la gente vuelva al Centro a juniniar y el pasaje se aproveche mucho más en la noche. Comerciantes como Raúl Betancur confían en que “la transformación va a ser como un viento fresco”, aunque tenga que ajustar el aviso de su local: Jesucristo, rey de reyes y señor de señores, él más grande que tiene Junín, después de Mega Punto a $5000. Todo en letras azules y fondo naranja, en un segundo piso de la esquina de Caracas.

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Al frente de Mega Punto hay un tumulto de nueve personas que se turnan para ver algo.

—¡Es increíble! —exclama una mujer mientras toma una foto—, parece que lo estuviera mirando a uno.
—Si yo fuera el artista lo hubiera hecho en un lienzo para venderlo —argumenta un viejo con maletín y saco de lana.
—Ahorita va a caer un aguacero y se lo va a llevar —responde un señor de corbata.

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Sin darnos cuenta estamos en medio de una conversación, compartiendo opiniones con desconocidos sobre la obra de un artista que dibujó sobre el piso de cemento el rostro de Jesús con tiza, y dejó escritas las frases: “Dios es amor” y “Gracias por su apoyo”.

Atrás dejamos el pasaje Astoria, el Orquídea Plaza, el pasaje Junín-Maracaibo, esos pasajes comerciales de los años setenta que se hicieron para descongestionar a Junín y sacar provecho de la renta, a la manera de los passages franceses. Todos están cerrados. Todos menos el Unión Centro Comercial, antiguo Club Unión, construido a finales del siglo XVIII para ser la vivienda de don Ricardo Restrepo. Caminamos por sus corredores. Todavía conservan las chapillas de las molduras de madera que hicieron a mano los ebanistas de la época. De los 140 locales que dice tener, solo hay tres que están abiertos y uno es Relojería - 1959. Un negocio de tradición familiar. Adentro, tres hombres con algunas canas brindan con aguardiente por ser descendientes de artesanos especialistas en sincronizar el tiempo de los relojes antiguos.

—¡Salud! —brindamos con ellos.

Miramos la hora en los relojes de madera que hay en la pared: 9:00 p. m., y salimos apurados del Unión para alcanzar a comer algo en Versalles. El Salón de Ajedrez Los Peones y Candilejas —una cantina gay— siguen abiertos. Entramos al que abrió el argentino Leonardo Nieto en 1961 y subimos al segundo piso. Nos sentamos al lado de los cuadros de Manuel Mejía Vallejo, Gardel y Gonzalo Arango. Pedimos dos pasteles.

Junto a esos cuadros recuerdo otra historia de Jairo Osorio que dice que a esta hora, los nadaístas, después de haber dejado de coquetear en el Ástor con las niñas de La Presentación, se iban a tomar los primeros guaritos en el Donald o a brindar en el Metropol. Por eso debieron ser las palabras que el mismo Nieto dijo una vez en una entrevista: “Esos nadaístas fueron mi única compañía en las tristes noches medellinenses, que terminaban tan temprano”.

Entonces digo:

—Parece que juniniar fuera un verbo que solo se puede conjugar de día. Ojalá algún día podamos conjugarlo también de noche.

Escuchamos un trueno. Afuera la calle está sola y el rostro de Jesús sobre el cemento comienza a borrarse con la lluvia.

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