Historias viejas del barrio antiguo
Luis Fernando González

Historias viejas del barrio antiguo

Panorámica del Convento y la iglesia de San Benito. Alberto Palacio, 1960.


Desde los tiempos de la Colonia fue clave para la naciente villa la calle que desde mediados del siglo XIX se conoció como Boyacá. Cuando en el Sitio de Aná fue erigida en 1675 la Villa de Nuestra Señora de la Candelaria, y antes de que el alarife Agustín Patiño hiciera el trazado de la plaza y de las ocho cuadras aledañas que servirían de marco a la villa, ya existía el camino que comunicaba la capital de Antioquia –Santa Fe de Antioquia– con los llanos de La Mosca y San Nicolás, al oriente, los cuales se fueron poblando con la apertura de una frontera minera –de oro y de sal–, agrícola y ganadera, hasta conformar un vecindario de tal importancia que en 1670 se levantó una capilla consagrada a San Nicolás el Magno. Este camino, anterior incluso a la llegada de los españoles, pues era utilizado por las poblaciones indígenas del río Cauca, seguramente fue determinante para la ubicación del Sitio de Aná y para el posterior trazo del incipiente y limitado damero de la estructura urbana de la Villa; además, le dio la alineación oriente-occidente a la trama, junto con los límites naturales y los linderos previamente establecidos por los propietarios de los terrenos, los cuales fueron respetados, y la sencilla ruta se convirtió en la Calle Real.

Hay que tener en cuenta que para entrar o salir de la villa era necesario vadear el río Aburrá –o Medellín–, pues no existía ningún puente, lo que se hacía por un vado del río que durante mucho tiempo se denominó como “Paso Real”. En la parte oriental del río había una gran barranca que prácticamente era la puerta de la Villa, un sitio estratégico por el acceso y por no ser lugar de inundación; además, contrario a lo que sucedía con zonas aledañas, resultaba apto para ser habitado. Esto permitió que en 1678, apenas tres años después de la erección de la villa, se construyera una primera capilla por iniciativa de la señora María Paladines de la Fuente, en un solar que había pertenecido al señor Marco López de Restrepo (Mesa, 1925). Esta capilla a San Benito no debió ser una obra de gran importancia, y al parecer era usada por la Cofradía de la Merced, pero se convirtió en un factor fundamental para aglutinar a la población en la parte occidental, por fuera del marco inicial de la villa, en un sector que empezó a ser reconocido como el barrio San Benito.

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Para 1808 Medellín apenas tenía una extensión de “10 cuadras de largo, y 5 de ancho; trescientas, y setenta casas de teja, y tapia, y veinte de paja; entre ellas veinte, y siete altas: cinco iglesias; entre ellas la parroquial (sic)”, como fue descrito en el censo de ese mismo año (AHA, 1808), pero empezaba a mejorar y a expandir su estructura urbana gracias a las iniciativas de los gobernantes borbones, especialmente los visitadores Francisco Silvestre y Juan Antonio Mon y Velarde. Las ordenanzas impartidas por ambos incluían empedrar las calles, mejorar el trazo y la limpieza de las mismas, construir puentes y edificios especializados para cabildo, carnicería y fábrica de aguardiente, y formalizar un mercado público en la plaza, entre otras obras proyectadas y no construidas. De acuerdo con los preceptos de corte higienista de la Corona, una de esas obras fundamentales fue la construcción de cementerios en las afueras, tras la prohibición de enterrar a los muertos dentro de las iglesias. Esto implicó la creación de uno de los primeros cementerios de la villa en San Benito, frente a la plazuela de la iglesia, aunque para 1823 ya no estaba en uso y se había trasladado al otro lado de la quebrada Santa Elena.

Durante esos años también se construyeron varios edificios religiosos, ya fuera para renovar las viejas y desvencijadas capillas o para construir nuevas iglesias que sirvieran de referentes para la expansión urbana, como ocurrió con el barrio Mundo Nuevo o Barrio Nuevo de San Lorenzo, donde la construcción del convento, la iglesia y la plaza franciscana en la primera década del siglo XIX fue un acicate para el crecimiento que desde finales del siglo XVIII se estaba dando hacia el oriente. Se denominaba “barrio nuevo” en oposición al “barrio antiguo”, es decir, San Benito. Precisamente, en 1800 el Cabildo consultó al Gobernador Francisco Silvestre “sobre si se deberían nombrar jueces comisarios de barrios para ayuda de las justicias ordinarias, pues se había presentado un crecimiento de gentes y edificios desde hacía unos veinticinco años” (Piedrahita, 1975). Por primera vez se definió oficialmente la división barrial y se nombraron comisarios de barrio; Nicolás Gómez Mejía fue nombrado el de San Benito, y los límites del barrio quedaron definidos de la siguiente manera: “Desde la orilla de la quebrada de Aná que corre en los márgenes de esta Villa mirando en línea recta y siguiendo la calle del Jardín la encrucijada donde se halla la casa de su Majestad que servía de Administración de Tabaco y de allí para abajo todo lo que incluye y encierra la orilla del río y la expresada quebrada hasta el desemboque al río y se entiende toda la quebrada debajo del lado de la Villa en que se deslinda con el Partido de la quebrada arriba (sic)” (Piedrahita, 1975).

Para esta época, las propiedades que tenían en San Benito los padres de Francisco Antonio Zea, Pedro Rodríguez de Zea y Catarina Casafús ya estaban en posesión de sus herederos, entre ellos Alejandro Zea y su esposa, Rosalía Díaz. Francisco Antonio, por su parte, vendió sus derechos de heredad en 1798, ante la necesidad de dinero que describió su cuñado Bartolomé Restrepo: “…se halla en Europa lleno de empeños, colmado de cuidados, sufriendo necesidades pagando por los cortos suplementos que se le han hecho y están haciendo, por lo que nos ha dado órdenes repetidas a la señora su madre y a sus dos cuñados don Mateo Zapata y mi persona para que sin pérdida de tiempo procediésemos a la venta de sus bienes herenciales paternos” (AHJM, 1798).

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El crecimiento y la renovación urbana en este sector de la villa fue tan importante que entre 1791 y 1803 se reconstruyó la iglesia de La Veracruz, ubicada a pocas cuadras de la de San Benito, que también empezó a ser reconstruida en ladrillo y tapia por el albañil José Muñoz en 1802. Ese mismo año, en las inmediaciones, se adelantó la construcción del hospital San Juan de Dios, lo que implicaría el traslado de los enfermos de una casa improvisada en San Benito al nuevo sitio, sobre la calle de la Alameda (hoy Colombia con Cúcuta); y allí mismo, en la esquina, se construyó la iglesia de San Juan de Dios, que sería inaugurada en septiembre de 1805.

Todo esto hizo que el sector se renovara arquitectónicamente y definiera su estructura urbana, al tiempo que se empezaban a configurar las calles transversales a la Calle Real, como la que posteriormente se denominaría Tenerife, entre la quebrada y la calle Ayacucho, en una extensión de solo tres cuadras que se mantendría durante mucho tiempo, pues para 1870 así la describía Francisco de Paula Muñoz. De acuerdo con el plano de Hermenegildo Botero, para 1847 la calle Tenerife ya estaba plenamente estructurada y se llamaba de esta manera, y los viejos nombres habían sido cambiados por los de carácter independentista y republicano, como el caso de la calle del Resbalón, nombrada Junín; el Álamo o la Alameda, bautizada Colombia; la de la Amargura, renombrada como Ayacucho, entre otras.

A finales de la década de 1840 la villa vivió otro auge constructivo. San Benito fue perdiendo preeminencia en la medida en que el antiguo camino real dejó de tener la relevancia que había tenido por décadas, debido a la construcción de un puente sobre el río Medellín, en la prolongación de la calle Colombia. La obra del maestro magunciano Enrique Haeusler fue iniciada en 1846 y controvertida por su calidad constructiva y arquitectónica, pero efectiva en tanto se logró sortear el río sin tener que vadearlo a la altura del Paso Real, con lo cual se agilizó la conexión del marco de la villa con la Otrabanda del río y el occidente de Antioquia.

Esto marcó el declive de San Benito, que para mediados del siglo XIX ya era conocido como “Quebrada Abajo”, en contraste con la “Quebrada Arriba” donde las nuevas élites comerciales de la ciudad se habían establecido, tomando como referencia el eje de la quebrada Santa Elena y levantando, desde de la década de 1850, las avenidas “Derecha” e “Izquierda” a ambos lados, casonas que más tarde serían verdaderas villas y palacetes de gran prestigio. El contraste entre los dos sectores en que se dividió la quebrada lo atestiguó hacia 1919 el escritor Tomás Carrasquilla en una de sus crónicas, cuando señaló que “la geografía popular, base de la científica, la ha dividido siempre en ‘Quebrada Arriba’ y ‘Quebrada Abajo’. Inventemos nosotros, a nuestro turno, la ‘Quebrada Media’. Será esa la que demora entre las carreras Junín y Tenerife… La ‘Quebrada Abajo’, aunque habitada desde tiempos remotos, no tiene consejas de ningún linaje, ni ha prestado muchos servicios reservados. Sus caserones solariegos así como sus cabañas, han vivido aislados entre sus umbrías arboledas, recogidos en las delicias pacíficas y hogareñas. Si hoy mismo cuando la ha invadido la edificación y la vía férrea, se muestra aún esquiva y soledosa, cuánto y más lo sería en sus buenos tiempos, cuando era campo neto de hidalgos patriarcales y de plebe humilde. Historias viejas del barrio antiguo

Tales serán su retiro y su calma, que por allá se han fundado ogaño dos monasterios nada menos: Mendicantes y Siervas del Santísimo”.

Lo cierto es que en la segunda mitad del siglo XIX San Benito perdió importancia al cambiar la ruta del tráfago comercial a la calle Colombia, pero, como lo señala Carrasquilla, ganó en términos de tranquilidad y posibilidades contemplativas, lo cual fue aprovechado por comunidades religiosas para instalarse allí. La última en hacerlo fue la comunidad franciscana que recibió la administración de la iglesia en 1900, con el propósito de establecer al lado de esta el Convento de las Órdenes Menores. Este aire conventual se disipó con la llegada del tren a Medellín, descrita por el mismo Carrasquilla, quien cinco años después de este hecho crucial para la historia urbana daba cuenta de sus efectos transformadores en términos constructivos.

Los cambios de rumbo del centro y el declive de San Benito

En 1968 se hizo el primer “estudio del Centro de la ciudad”, que tenía como objetivo principal “el ordenamiento de las funciones y actividades que se realizan actualmente en dicho Centro y el planeamiento inmediato y futuro, con miras a su revitalización y a la recuperación de parte del espacio urbano para el peatón” (Valencia & Cadavid, 1969).

El diagnóstico del estudio mostraba que había una crisis del Centro, producto de la congestión por el exceso de vehículos y de la existencia de zonas muy deterioradas, entre ellas San Antonio, Guayaquil, La Bayadera, y los alrededores de la iglesia del Sagrado Corazón de Jesús y del edificio de las Empresas Públicas, sumados a otros con potencialidad para el deterioro como el barrio Colón y la Estación Villa. San Benito, considerado como anexo del centro principal, no estaba en ninguna de las dos categorías; por el contrario, la descripción era positiva: “…comprendido entre Avenida De Greiff, Avenida del Ferrocarril, Colombia, Cundinamarca. Buen estado en 90%, regular el 10%. Predomina vivienda, con mezcla de comercio y algún comercio industrial”.

El estudio proponía, entre otras soluciones, la configuración de un anillo de circulación periférica –Avenida Oriental, Avenida del Ferrocarril y calle San Juan–, la construcción de puentes sobre el río Medellín, la construcción de un Centro Administrativo Oficial para concentrar las oficinas gubernamentales, un proyecto para la Central de Transporte y la remodelación de la Plaza de Cisneros. Algunas de estas propuestas se habían esbozado en el Plan Piloto de Wiener y Sert, elaborado entre 1948 y 1949 y aprobado en 1951, lo mismo que en el Plan Regulador aprobado en 1959; en diferentes momentos se fueron diseñando y ejecutando, y su efecto fue contrario al que pretendía este estudio pionero, pues el caos vehicular y el deterioro residencial se incrementaron.

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El anillo de circulación periférica –iniciado en la década de 1960– se hallaba trunco para 1968, por lo que se urgió su continuación, la cual se logró entre 1971 y 1976 con la construcción de la Avenida Oriental y el complemento de la Avenida del Ferrocarril. Esto implicó la demolición de cientos de casas –entre ellas algunas de arquitectura destacada–, cercenó la trama urbana y generó discontinuidad entre algunos sectores residenciales, y además fue un factor de expulsión de la vivienda del Centro, pues sus pobladores emigraron hacia otras áreas de la ciudad, especialmente al occidente. De igual forma, impactó con fuerza el barrio San Benito, pues provocó la demolición de la Estación Villa, y la construcción de un anillo vial y un deprimido que separaron los dos barrios contiguos.

La Plaza de Cisneros no se remodeló. Luego del incendio de la plaza de mercado cubierto de Guayaquil en 1969, se adelantaron proyectos para la construcción de plazas satélites en diferentes barrios, una plaza mayorista en el sur de la ciudad y, por último, la plaza de mercado minorista José María Villa, inaugurada en 1984. Como ocurrió con la Avenida del Ferrocarril, el impacto sobre San Benito fue directo, pues la plaza se construyó al otro lado de la avenida, en la vecindad del barrio, y el cambio de uso residencial a comercial fue otro de los factores de expulsión de la población residente.

Por su parte, el Centro Administrativo Oficial tuvo varias versiones y grandes debates. De un lado estaban quienes consideraban que no se debían sacar las oficinas gubernamentales del Centro pues eso acabaría con el corazón de la ciudad, y del otro quienes defendían una propuesta en el sector de La Alpujarra, lo cual se cumplió efectivamente en 1987, cuando se inauguró el proyecto desarrollado por el consorcio conformado por Lago Saénz y Cía. Ltda., Esguerra Sáenz Urdaneta, Samper Ltda. y Fajardo Vélez y Cía. Ltda., ganador de un concurso organizado en 1974. Como sucedió en todo el Centro, el efecto sobre San Benito tuvo dos expresiones: en primer lugar, la irrigación de la informalidad y los inquilinatos de la plaza y de El Pedrero hacia otros sectores como los alrededores de la Plaza de Zea; en segundo lugar, el abandono de los edificios públicos, su deterioro durante algún tiempo y la afectación económica de quienes usufructuaban la vecindad. En San Benito dicho efecto fue muy fuerte debido a su vecindad con el Palacio Municipal, y la Plaza de Zea volvió a convertirse en el patio trasero de la ciudad.

*Apartes de la investigación histórica del proyecto de restauración de la Casa Zea: La Casa Zea: ¿una casa sin “Historia”? Una casa con historia, elaborada para el arquitecto Néstor Vargas Pedroza y el Ministerio de Cultura. Diciembre de 2012.

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