Enclaustrados con las puertas abiertas
Alfonso Buitrago Londoño

Claustro de San Ignacio

Frontis del Colegio de San Ignacio. Francisco Mejía, 1941.


Han pasado más de dos siglos y el claustro de San Ignacio, construido en lo que a principios del siglo XIX eran las afueras de Medellín para albergar a los monjes franciscanos que fundaron el primer colegio de la ciudad, todavía da cobijo a unos monjes veteranos que lo han convertido en su propia casa.

—Desde que estoy en Comfama San Ignacio siempre he visto a los mismos señores con una regularidad que uno se queda asombrado, más que los mismos empleados —dice Yoni Vásquez, auxiliar operativo de la biblioteca.

El claustro —palabra que significa una galería con columnas que rodean un patio interior y que nos hace pensar en monjes de clausura, encerrados en su propia fe—, ahora una de las sedes de la Caja de Compensación Familiar Comfama, alimenta los sueños y las pasiones de las más de seis mil personas que lo visitan a diario por hábito o necesidad. Sus puertas están abiertas al público por tres costados: por la Plazuela San Ignacio, por la calle Pichincha y por la carrera Girardot; el cuarto costado limita con la iglesia de San Ignacio y el Paraninfo de la Universidad de Antioquia.

El edificio, en realidad, está compuesto por tres claustros: tres patios interiores rodeados de corredores y columnas. Un patio principal o patio-salón, techado y con escenario, que en tiempos del colegio San Ignacio se utilizaba para los actos cívicos; un patio central y un patio trasero. El exterior del edificio responde a esa arquitectura entre neoclásica y ecléctica, con cara de capitolio mestizo, que en muchas ciudades latinoamericanas compone los edificios públicos y que bien pudieron ser de oficinas de correos, estaciones de trenes o conventos, y que en la actualidad pueden ser museos, centros culturales o incluso centros comerciales.

Enclaustrados con las puertas abiertas

Colegio de San Ignacio. Francisco Mejía, 1941.


La fachada principal del claustro, ubicada en el costado suroriental de la Plazuela San Ignacio, luce tapizada por la sombra de dos gigantes robustos, un piñón de oreja y una ceiba, y media docena de palmeras de mediana altura como soldaditos despeinados que custodian su frente. Las fachadas de las calles Pichincha y Girardot cierran en ele el costado suroriental del conjunto arquitectónico y patrimonial más importante de Medellín, que incluye la iglesia y el paraninfo.

Desde que los frailes franciscanos iniciaron la construcción de un colegio, una iglesia y un convento en 1803, bajo la dirección de fray Rafael de la Serna, la historia de este complejo arquitectónico ha atravesado “las vicisitudes de la lucha por la independencia, los conflictos inherentes a la conformación de la nación colombiana y las incesantes guerras civiles que sacudieron al país hasta la Guerra de los Mil Días. Todos estos acontecimientos, de los cuales alumnos, maestros y directivos fueron decididos partidarios de uno u otro bando, pusieron al edificio en el centro de los acontecimientos, como lugar de debate o de confrontación, en una dinámica que se juega de manera alternativa entre los libros y los fusiles”, como se lee en el “Informe histórico” sobre el claustro de San Ignacio publicado por Comfama.

Con el interés actual de convertir al claustro en epicentro de la vida cultural de Medellín, lo primero que llama la atención es que la vocación de sus accesos se encuentra trocada. La entrada a la biblioteca, la primera creada por una caja de compensación en Colombia hace más de cuarenta años, se encuentra inadvertida en la parte trasera, perdida como una débil grieta en una muralla. En ese punto, marcado con el número 48-51 de la carrera Girardot, tuvo su primera sede propia en 1976, cuando la trasladaron del edificio principal de Comfama de la carrera El Palo con la calle Colombia a lo que se conocía como el Club Urbano.

La entrada principal del claustro por la Plazuela San Ignacio, adusta y ceremoniosa, por donde por más de setenta años entraron los estudiantes del colegio San Ignacio (entre 1885 y 1957) y salieron muchas de las ideas que ayudaron a modernizar nuestras costumbres, conduce al patio-salón. El lugar que por preeminencia debería albergar la biblioteca, se asemeja a la sala de espera de una estación central de transporte. En el fondo, sobre el gran arco que enmarca el escenario de un teatro, te saludan patrióticamente tres escudos de mármol, el de Colombia al centro y los de Medellín y Antioquia a lado y lado, del tamaño de una persona. La amplia nave, cubierta con un techo de teja de barro, a dos aguas y realzado para iluminar los tres pisos que hay alrededor del patio, está dotada con más de un centenar de sillas, rodeadas con cubículos, monitores y pantallas donde los empleados del Centro de Servicios de Comfama atienden en promedio unas 1500 personas que cada día se pegan su viajecito para pedir un subsidio, inscribirse a un curso o afiliarse a la caja.

Desde allí esperan ver despegar su sueño de tener una vida más digna y si a alguno se le ocurre mirar para arriba podrá ver largos corredores, con las puertas de madera de las habitaciones en las que siglos atrás durmieron los franciscanos desprovistos de sus hábitos estilo medieval, reemplazados después por los sacerdotes jesuitas. En el último piso se ve una galería de vitrales con cruces que adornan lo que seguramente fue una capilla.

Enclaustrados con las puertas abiertas

Colegio de San Ignacio. Anónimo, ca. 1920.


La entrada por la calle Pichincha se parece a la de un colegio centenario, un cuartel militar de antaño o un comando de policía actual, que a todos esos fines ha servido el claustro con una vocación mixta, arraigada en los estandartes que nos dieron conocimiento y libertad.

Al interior, los dos patios a cielo abierto, iluminados por el firmamento, permiten apreciar la restauración dirigida por los arquitectos Laureano Forero, María Isabel Domínguez y Gloria Díaz y el ingeniero Iván Rodrigo Asaud entre 2003 y 2007, que conserva el espíritu del trabajo de Agustín Goovaerts. Sus arcos, columnas y paredes dan la impresión de que el arquitecto belga quiso replicar al interior del claustro el estilo que tenía pensado para el Palacio de la Gobernación (iniciado en 1920).

El exterior es obra del arquitecto Horacio Rodríguez, a quien en 1917 le encargaron la reconstrucción de todo el complejo de San Ignacio, obra que continuó Goovaerts en 1920 y se concluyó en 1926 para dejarlo con el semblante que apreciamos hoy en día. Sobre los cimientos del claustro pesan más de dos siglos de historia, desde que el Rey Carlos IV, por medio de Real Cédula de 1801, autorizó la fundación de un colegio, un templo y el “Convento de Nuestro Seráfico Padre, el venerable san Francisco” en la ciudad de Medellín.

Un Einstein matemático y los lifemiles del claustro

Darío Wills Echeverri dice con gracia, tomando tinto en una cafetería en la esquina de Girardot con Ayacucho mientras a nuestras espaldas se presiente el paso silencioso del tranvía y de los peatones, que se ha gastado 75 años de vida, que si se muere mañana tendría un día de nacido. Y si así ocurriera, la providencia no lo quiera, se vería como un extraño bebé de casi un metro sesenta de estatura, con la cabellera blanca y larga y lacia, y una incipiente y canosa barba. Un Albert Einstein tropical haciéndole muecas y sacándole la lengua a su propia existencia, mientras se gasta lo que le queda de ella pasando seis, siete y ocho horas diarias, de domingo a domingo, entre libros de ciencia y matemáticas en la biblioteca del claustro de San Ignacio.

Don Darío, como lo llaman los auxiliares de la biblioteca, es quizás el autor vivo que yo haya conocido en persona que más libros ha publicado y vendido (casi sesenta títulos y más de once millones de ejemplares), y que más libros tiene en proceso (ocho más). Es el representante más característico, y solitario, de esa pandilla de monjes contemporáneos que acumulan horas en el claustro como si de millas de viajero frecuente se tratara. Los que podríamos nombrar como lifemiles del claustro.

—Primero los veía cuando entraban —dice Yoni—, y después empecé a aprenderme sus nombres: don Ramiro, profesor de inglés; don Hernando, profesor de física; don Darío, muy reconocido, profesor de matemáticas, química y física; don Carlos, un hombre completamente solo, un día me contó que le mataron la familia; John, que todo el día hace crucigramas, desde que entra hasta que se va; por nombrar a algunos. En su mayoría son muy buenos lectores.

Se los puede ver a cualquier hora del día caminando por los patios o sentados leyendo en alguna de las salas, pero principalmente en la sala de Artes y Humanidades donde pueden ver en un televisor las noticias del mediodía y, cuando toca, algún partido de la selección Colombia de fútbol. Esa sala es como el salón de su casa, donde son amos y señores y nadie los molesta. Yoni no solo se sabe los nombres de los más frecuentes y sociables, también reconoce sus mañas e, incluso, la psique de los menos accesibles.

—Darío y Ramiro no ven noticias. Ramiro dice que lo deprimen. Darío es completamente ateo, si usted le pregunta, él le explica y lo pone a uno a dudar, es muy inteligente.

Mientras hablo con Yoni, me señala un señor que lee concentrado en una mesa.

—Es muy neurasténico —me dice—, si le hacen bulla se para calladito y se cambia de puesto. No habla con nadie.

Me cuenta de otro que compra el Q’hubo, lo lee, hace el crucigrama en un rinconcito y se va; de otro que selecciona seis libros de diferentes partes de la biblioteca, se sienta donde le da luz, estira los pies sobre una silla y se pone a leer todo el día.

Enclaustrados con las puertas abiertas

—Nunca deja los libros en la mesa, vuelve y los pone en el estante exactamente de donde los cogió. Yo nunca le digo nada. Si no pregunta es porque no quiere que le hablen.

Hay otro que solamente escoge libros de guerra, los extiende en la mesa en un orden específico, si alguien por error le mueve un libro tres milímetros, él se da cuenta y los vuelve a acomodar.

Algunos son pensionados y otros desempleados; viven en residencias, hogares o casas de familiares. Monjes solitarios que ven pasar sus días enclaustrados en San Ignacio, leyendo libros, repasando la prensa, haciendo crucigramas, resolviendo tareas, viendo una película o asistiendo a un club de lectura. Se conocen entre ellos y si alguno se ausenta un día, siempre hay quién dé razón. “Es que tenía que reclamar una droga en la EPS” o “hace tiempo tenía una operación programada y le tocaba hoy”, informan.

—Yo diría que son los que se apoderaron de este espacio y lo hicieron de ellos —dice Yoni—. Se creen tan dueños que nos exigen. Me dicen: “¿por qué no está prendido el televisor si ya empezó tal cosa?”. Es un espacio de cultura cómodo porque no tienen que consumir para sentarse en una mesa. Se podrían reunir en una cafetería, pero no los van a aceptar. Esta es la segunda casa de muchos.

Por la puerta de atrás

La biblioteca cuenta con cerca de 93 mil materiales entre libros, audiolibros, revistas y DVDs y cuatro salas (General, Infantil, Artes y Humanidades y Ciencia y Tecnología, esta última con treinta computadores), que enmarcan el patio posterior del claustro, dotado con jardines y un deck de madera techado con servicio de cafetería. El patio, como diría el arquitecto Eduardo Arango, creador de las Torres de Bomboná, abierto al público, es una extensión del parque urbano, un lugar que conecta la vida pública con la privada, como si la Plazuela San Ignacio tuviera una sombra que se proyecta al interior del claustro.

A cualquier hora se ven visitantes tomando café o comiendo pastel; trabajadores, amas de casa y estudiantes que esperan a que inicie uno de los cursos en Desarrollo Humano, Artes, Gastronomía, Idiomas, Tecnología, entre otros, o alguna de las actividades culturales como proyecciones de cine, exposiciones, clubes de lectura que ofrece Comfama. Un sábado el claustro puede recibir 4700 personas entre alumnos y sus acompañantes.

Gracias a los amplios ventanales de las salas de la biblioteca, desde cualquier punto del patio se puede ver niños con uniforme de colegio leyendo libros acostados en pufs de colores en la sala Infantil; a grandes y pequeños visitando su página de Facebook, jugando un videojuego o buscando en Google alguna tarea en la sala de Ciencia y Tecnología.

En el último rincón del patio está la salida a la carrera Girardot, por la que de tanto en tanto se escabulle Darío para ir a tomar tinto en la cafetería de la esquina —dice que se toma entre quince y veinte tintos por día—. En una de las mesas de la sala de Artes y Humanidades ha dejado un reguero de libros, hojas de papel, un cuaderno, un par de lápices, un borrador, cuatro lapiceros de colores y una tarjetica de la residencia Balcones de Cuba, donde vive en una habitación con baño propio.

Entre los títulos de los libros, puestos unos sobre otros sobre la mesa, se lee: Física. Seis ideas fundamentales, de Moore; Fundamentos de física, de Hewit; y el más fundamental de todos, el tomo uno de la serie Matemática moderna estructurada, publicado por editorial Norma, que lo convirtió a él y tres amigos más en autores de ventas millonarias y con el que desde que se puso a la venta a mediados de 1970 perfeccionó su oficio de traumatizar —como él dice— a centenares de miles de estudiantes y de profesores.

En la carátula gris con letras azules de su libro, ilustrada con un obelisco de colores, inclinado y apuntando hacia un planeta como si fuera un cohete, está el retrato de la gloria pasada de un hombre visionario. Pocos saben, entre las casi mil personas que visitan la biblioteca y hacen unas 1800 consultas a diario, que Darío trabaja en esa mesa en su nueva serie de libros sobre razonamiento inductivo.

—Para que los alumnos descubran cómo aprenden y cómo de ocho o diez casitos pueden generalizar y estar atentos ante las falsas alarmas, la falsación que llamaba Karl Popper —dice Wills.

“Trabajar” es un decir, pues para él es un calculado entretenimiento.

—Porque en estos últimos sesenta años que me quedan me voy a dedicar a trabajar en el sexo, las drogas y el alcohol, y por diversión a escribir libros, porque no todo puede ser trabajo —dice con carcajadas y su apariencia de científico se transforma en la de un hippie redomado.

Y así, entre ironías, chanzas y tomaduras de pelo, enseña a quien se lo pida. Los alfabetizadores de la biblioteca lo buscan para que les ayude a hacer las tareas y le llegan referenciados estudiantes, padres de familia y profesores. Quizás en un futuro, Darío y sus compañeros monjes enclaustrados no tengan que entrar por la puerta trasera para sentirse como en su propia casa.

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