La primera joyita, patrimonio de ciudad

Las alas altas, gruesas y pesadas de la puerta del Edificio Suramericano de Seguros se cerraron antes del fin de la jornada laboral a petición del guía que conducía una tropa de turistas por Carabobo, entre Colombia y Boyacá. El brillo del bronce iluminó los rostros de los excursionistas cuando se acercaron a mirar los enigmáticos grabados de figuras zodiacales y se enteraban de que hace más de medio siglo, en ese agitado y azaroso sector, surgió una poderosa arquitectura empresarial y bancaria que transformó la imagen de la provinciana Medellín.

Se tomaron fotos pero no entraron, continuaron el tour dejando atrás al altivo edificio, con sus largas palmeras como guardianes, que fue terminado de construir en 1949 para la Compañía Suramericana de Seguros, y que fue su insignia de poder hasta 1964, quince años después, cuando fue vendido como propiedad horizontal.

Desde su creación, el 12 de diciembre de 1944, la compañía pasó los primeros cinco años en unas oficinas del edificio Vélez Ángel en la avenida La Playa, entre Junín y Palacé. Fue la segunda sociedad aseguradora en Medellín, nació luego de que la Sociedad de Urbanización Mutuaria fuera liquidada después de veinticinco años de operación alrededor de los negocios de organizaciones mutuarias y de los seguros de muerte. La primera joyita, patrimonio de ciudad antiguos y experimentados socios, que ya habían aprendido las lecciones de las crisis financieras que dejaron las guerras civiles, impulsaron dos nuevas compañías con el ánimo de separar ambas actividades y crear instituciones más específicas: Seguros y Urbanización S.A. y Suramericana de Seguros.

Esta institución dedicada al aseguramiento de riesgos generales en seguros surgió como una “empresa de empresarios”, la fundaron varios de los más importantes industriales antioqueños del momento que pertenecían a distintos sectores económicos, y que estaban cansados de depender de las aseguradoras extranjeras. Fue concebida por 32 sociedades paisas (mineras, cerveceras, lecheras, tabacaleras, ladrilleras, trilladoras, transportadoras, laboratorios farmacéuticos, entre otras), para un total de 150 accionistas, como la familia Echeverría, los hermanos Mora Carrasquilla y Don Colis Moreno.

Empezó a crecer tanto que en 1945 la junta directiva compró un lote en pleno corazón de la ciudad, en medio del edificio Duque y el edificio Girardot. Entonces, los cinco locales comerciales que había en el lugar fueron demolidos y se hizo un concurso de planos gestionado por la Oficina Municipal de Planeamiento y Urbanización.

Los participantes debían incluir sótano, mezanine, varios pisos para las oficinas y un local para banco, que sería arrendado al Banco Industrial y donde hoy está el Banco Agrario. Participaron la firma H. M. Rodríguez e Hijos, Ltda., el arquitecto californiano Paul R. Williams (autor de los planos del Hotel Nutibara) y Arquitectura y Construcciones, del ingeniero Tulio Ospina, quien presentó la propuesta ganadora con un diseño del arquitecto vienés Feredico Blodek. Fue elegido porque tenía el número de pisos que imaginaron, ocho; una perfecta iluminación y ventilación y un sótano que podía ser modificado.

El celador, Jhonatan Bedoya, un muchacho de veinticinco años, de cara redonda, pelo corto y engominado, volvió a abrir la puerta. Trabaja ocho horas diarias vigilando quién entra y quién sale del edificio, repitiendo “buenos días doctor(a)” o “¿hacia dónde se dirige, señora?”, a abogados y clientes, la mayoría de ocupantes y visitantes del edificio. Ellos no saben que él, qué coincidencia, cada sábado, de seis a seis, estudia Derecho en una universidad del Centro. “La doctora Martha Claudia está al fondo”, dijo.

La primera joyita, patrimonio de ciudad

Después de cruzar los dos ascensores con marco en bronce y puertas de parqué, está la portezuela de vidrio que conduce a un patio, que deja pasar la luz natural a los ventanales de cada piso, y allí, aislada del resto, está la oficina de la administradora del Edificio Suramericano Propiedad Horizontal. Ese espacio, ella tampoco lo sabe, fue agregado durante la construcción del edificio, cuando decidieron ampliarlo tras comprar el lote colindante, donde alguna vez funcionaron las oficinas del periódico conservador La Defensa.

“¿Por dónde empezamos?”, preguntó con aspereza sin quitar la mirada de las facturas que revisó varias veces. Hace trece años Martha Claudia Vélez, una mujer petisa de pelo rojo oscuro, a la que muchos le dicen “la malaclase”, dirige con celo y minucia esta estructura de diez mil metros cuadrados. Subimos al ascensor hacia el último piso, olía a una mezcla de cresopinol y cerros de papel viejo. Entramos a un salón grande de techo alto atiborrado de estanterías con el archivo de Ingenieros S.A. Cruzamos un pequeño cuarto y salimos a la terraza desde donde vimos los centros comerciales alrededor, el puente de Colombia, Otrabanda, los cerros Volador y Nutibara y las montañas del occidente.

“Cuando yo llegué acá este edificio estaba que se caía. Era horrible y sucio… Yo sé que soy una pesadilla para los trabajadores, pero es el temperamento que hay que tener para manejar una cosa de estas. Toca ser muy templado porque sino se lo comen a uno vivo. Además, el noventa por ciento son abogados, la mayoría hombres, y creen que siempre tienen la razón, el resto son ingenieros, contadores y hay cuatro sindicatos, por eso también soy cansona con la seguridad, es que acá no puede entrar cualquiera”, dijo.

Bajamos por las escalas. Deslizó su mano con largas uñas pintadas de blanco por el brillante pasamanos de madera, revisando que no tuviera polvo. El piso, que se repite como el resto, tiene corredores alargados iluminados por las ventanas a la izquierda, y a lado y lado hay oficinas, todas con puerta de madera, casi siempre cerradas y con un vidrio en el que se lee el nombre de un abogado o de un ingeniero.

Adentro tienen pequeñas salas de espera y mobiliarios de cuero, de madera fina, mesitas altas y bajas con floreros, porcelanas o pequeñas esculturas, y en las paredes hay óleos, acuarelas, diplomas o calendarios. También hay, al fondo de los pasillos, un pequeño cuarto con una antigua poceta de peltre. “Acá todo se conserva como era porque este es un edifico patrimonial, lo único que se reformó fueron los baños, porque hasta allá no me aguantaba la preservación. ¡Estaban inmundos!”, dijo.

La primera joyita, patrimonio de ciudad

Cada detalle de este edificio, que lo hace una reliquia arquitectónica, fue discutido por la junta directiva de Suramerica de los años cuarenta. Emocionados por la que sería su primera sede, se reunían para hablar de la compra e importación del mármol con el que se hizo la fachada, del bronce para las puertas y de cómo serían los ascensores, del vidrio grabado que se usó en las ventanas, de los pisos en parqué, de la planta de teléfonos y la de emergencia y hasta de la pintura.

Y esa pintura perduró por años, hasta caerse a pedazos, al punto que, contó Luis Alberto, el señor que nos encontramos en el pasillo, entre los mismos abogados tuvieron que hacer vaca para mandar a pintar las zonas comunes. Su oficina es la última de ese piso por donde caminaban silenciosos señores vestidos de traje que dejaron en el aire el penetrante olor de sus colonias. Él litiga desde su escritorio, como lo hacen sus primos, tíos y hermana, que ocupan el mismo piso siguiendo la tradición familiar. En una pantalla de la sala de espera de su oficina aparece y suena Louis Armstrong, ahí donde alguna vez, cuenta, quedó el escritorio del senador Darío Londoño, asesinado en 1993.

Seguiremos el recorrido bajando por las escalas. Veremos oficinas idénticas donde los clientes con cara resignada aguardan mientras miran la hilera de diplomas en la pared, y en algún lugar, sobre una mesita, estará la mujer de los ojos vendados sosteniendo la balanza. Unas pocas oficinas harán la diferencia; la repleta de imágenes y figuritas de peces y formas y colores que aluden al océano; la que más parece la casa de la abuela, con lámpara de mesa de noche y carpetas de croché; la que tiene un jardín de flores plásticas; la del “loco del segundo piso”, cubierta con afiches de apocalípticos mensajes que reprochan la humanidad consumista.

De regreso a su oficina, Martha Claudia dijo que no sabe nada de esa historia que circuló alguna vez por estos pasillos, la del sicario que entró a matar a un abogado en el cuarto piso y cuando iba a disparar se le engatilló la pistola y tuvo que salir corriendo. Dijo que no tiene idea del curtido economista al que le dio, de viejo, un patatús mientras trabajaba, desplomándose en el escritorio. Y mucho menos dijo saber algo sobre los días en los que el edificio fue habitado por Suramericana,una promisoria temporada en la que la compañía creció a un ritmo acelerado hasta ocupar el segundo lugar entre las empresas aseguradoras más importantes del país, La primera joyita, patrimonio de ciudad que entonces ese lugar, el que ella cuida como si fuera su casa, les empezó a quedar pequeño.

Detrás de su escritorio, desde donde miraría a cada rato las pantallas de las cámaras de seguridad, hay una foto a blanco y negro del edificio en la década del sesenta. Al lado izquierdo de la imagen se aprecia una parte del armazón por donde se movían los obreros que construían la nueva sede. Se ve también, en la esquina superior derecha, la figura en bronce del escudo de la compañía, el cual dibujó Blodek y que brilló con todo su esplendor en febrero de 1950 durante la inauguración del edificio.

En la noche, cuando casi todas las luces se hayan apagado, ella cruzará el vestíbulo, tendrá la espalda adolorida de cansancio y se despedirá del celador. “Hasta mañana, doctora”, le dirá él, quien será el último en salir. Cerrará la puerta dorada que algún día cruzará, imagina, ya no como un vigilante sino como uno de esos viejos zorros abogados, aunque él, promete, “será de los buenos”.

El alto hermano menor. Segunda sede

“Por su seguridad evite distraer a los empleados de sus funciones. Este sitio no es para reuniones. Gracias”, reza una pequeña placa en la pared de la recepción del edificio Suramericana de Capitalización, ubicado en toda la esquina de Colombia con Carabobo, encima de la boutique de extensiones, donde venden largas cabelleras postizas. Andrés Marulanda, un señor flaco de ojos redondos y pequeños, me recibió luego de haber barrido y trapeado las zonas comunes de los trece pisos del edificio.

“Yo soy el de oficios varios”, dijo, “la verdad no sé mucho de la historia de este lugar”. No sabe que esta fue, a comienzos del siglo XX, una esquina estratégica para el poder empresarial, ni que Carabobo era entonces una de las principales vías de Medellín, que conectaba el Centro con el norte y sur de la ciudad. Ignora que justo ahí donde él trabaja quedó el prestigioso edificio Duque, que fue, en aquella época, el más moderno.

El Duque, llamado así en honor a Antonio José Duque Bernal, un joven industrial, ingeniero, topógrafo, arquitecto y constructor (que hizo importantes obras para la ciudad como el primer acueducto), fue construido durante la Guerra de los Mil Días por Luis M. Toro y Cía. En él tuvieron sede la firma Escobar y Cía., la Urbanización Mutuaria y hasta las monjas carmelitas, quienes después lo vendieron al comerciante Lisandro Ochoa. La primera joyita, patrimonio de ciudad Finalmente, en 1960, Suramericana lo compró a la hija de Ochoa.

Construir el nuevo edificio fue un reto para los diseñadores debido a la disminución que sufrió el lote por los ensanches de la carrera Carabobo y la calle Colombia. Ingeniería y Construcciones, de la mano del arquitecto Augusto González, resolvió la estrechez acomodando las zonas comunes, ascensores, escaleras y baños contra el muro colindante a la primera sede.

Diseñaron la fachada de Colombia con ventanales zigzagueantes, innovadores para la época, que miran hacia el oriente para evitar el sol del poniente. A pesar de lo alto y moderno, unos años después de que se pasaron a ese nuevo edificio se volvieron a sentir incómodos. No pasarían mucho tiempo allí, pues ya consideraban el proyecto de construir una sede central en Otrabanda.

Subimos al último piso, donde están las oficinas de la CUT (Central Unitaria de Trabajadores), uno los ocupantes más antiguos tras la salida de Suramericana. “¿Sí ha oído mentar este sindicato? Cuando yo llegué ya estaban ellos”, dijo Andrés, que trabaja acá hace seis años, parado bajo el tragaluz, junto a una especie de tótem tallado en piedra donde están recostadas las banderas y pancartas que los sindicalistas sacan a las manifestaciones, “de acá es de donde ellos salen con sus bafles y megáfonos”.

Son pocos los pisos que conservan algo del diseño original, la mayoría han sido transformados por sus nuevos dueños, quienes cambiaron las sobrias oficinas que alguna vez, hace más de treinta años, ocuparon ambiciosos vendedores de seguros por maquilas en las que se confecciona la ropa de Las Chachitas, The Musas In, The Rosé y Kabia. Las antiguas paredes cubiertas con tablillas de madera fueron reemplazadas por murales coloridos o avisos publicitarios de modelos con la boca entreabierta y el ombligo al aire; las discretas salas de espera, por pufs dorados y sillones modernos y chillones.

Los antiguos gerentes, subgerentes, supervisores y asesores de la compañía se quedarían mudos al ver el octavo piso con los ventanales cubiertos de papel rosa; les costaría creer que ahora allí se hace moda para niñas. Hace treinta años ese piso donde están Las Chachitas era célebre por el infaltable remate de los viernes. Luego de la clínica de ventas, cuando los empleados de Suramericana hablaban de los retos para la siguiente semana y evaluaban los resultados de la que acababa de terminar, circulaban las copas de whisky, aguardiente y ron. Eran los nostálgicos días en los que se reunían a contar chistes, los tiempos en los que todavía el gerente podía recordar el nombre de cada uno de sus empleados.

La primera joyita, patrimonio de ciudad

“Hubiera sido bueno que lo hubieran dejado como estaba, pero a la gente, usted sabe, le gusta todo lo moderno, y dicen de lo viejo: eso tan feooo”. Los primeros pisos, hasta el sexto, conservan algo del aspecto original, unas pocas oficinas de abogados, el Centro de Idiomas y el Centro de Opinión de la Universidad de Antioquia, pero no se sabe por cuánto tiempo, pues los estudiantes se quejan del ruido de la calle, de los gritos de los vendedores ambulantes y del estruendoso tráfico. Fue precisamente ese uno de los motivos que, en su momento, empezó a molestar a los empleados de Suramericana.

La compañía notó, además, que debido a la estrechez de los espacios comunes la comunicación no fluía muy bien, y que cada vez eran más los que se ausentaban con la excusa de ir a hacer diligencias. Lo peor era el ruido, el agite de ese cruce que sería cada vez más congestionado con el paso de nuevas rutas de buses y particulares, más los choques, las sirenas de las ambulancias, los gritos callejeros. Los empleados no perdían oportunidad para ventaniar, lo que para Suramericana significaba pérdida de tiempo, errores en el trabajo, disminución del impulso laboral. Entonces empezó a circular el rumor de que pronto abandonarían el Centro tradicional de la ciudad.

Finalmente, bajamos al sótano donde hay varios cuartos con la planta del teléfono, la eléctrica, donde cae la basura de todos los pisos, y “donde tenemos guardado el loco”, dijo Andrés entre risas, “no, mentira, acá es donde guardamos los chécheres. ¿Se asustó?”. Y de verdad el cuartucho es tétrico, caído a pedazos, enmohecido. Cuando volvemos a la recepción, antes de regresar a la rutina de lavar pisos y baños, dijo que este edificio es bello pero que para él sin la gente que lo habita no es nada, que el día que se marche no extrañará los pasillos que él debe dejar relucientes, sino a sus compañeros, a las secretarias, a las muchachas de las confecciones, porque los lugares, concluye, no son más que los recuerdos.

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