Tomarse La Bastilla
María Isabel Naranjo

Tomarse La Bastilla

La belleza en el mundo, como todo, es relativa.
Hay belleza en lo vulgar y lo deforme,
como en lo pulcro y lo perfecto;
la hay siempre en lo raro.


El Oropel
Juan del Martillo

Mucho gusto, mi nombre es Jaime Aristides Escobar Varela. Soy el hombre que dentro de poco va a repartir copitas de norteño a los amigos que hay sentados en esta acera que está frente al edificio Grancolombia. Soy el enano más grande de todos. Técnico en refrigeración. Me encantan las mujeres y también el chirrinchi. Llegué acá hace 35 años y por eso puedo contarles las cosas como son:

—¿Nombre científico?
—Pasaje La Bastilla.
—¿Nombre vulgar?
—Pasaje del Tuvo.
—¿“Del Tuvo” por qué?
—Porque todo el que se mantiene por aquí tuvo... tuvo carro, tuvo finca, tuvo plata y ahora no tiene nada.
—¿Dónde queda?
—En todo el Centro de Medellín, que es Junín con La Playa. Me extraña que Punto Cero quede por allá tan lejos, porque el centro del Centro es acá. De tal manera que, según parece, el mapa de Medellín quedó mal hecho.
Tomarse La Bastilla —¿Qué viene a hacer uno?
—A tomar un trago y a compartir.
—¿Ha cambiado mucho?
—Mucho. Me acuerdo de las botellas de aguardiente en las mesas del Bar San Fernando. Apostábamos con dados el turno de pagar una ronda para todos, cuando era a doscientos pesos. Pero, ya ve, con el tiempo terminamos tomando chirrinchi.

***

No. Jaime no salió de un cuento de Tomás Carrasquilla, pero parece. Si hubiera nacido a finales del siglo XIX, escritor y borracho pasarían el tiempo juntos. Juntos en la mesa que don Hipólito Londoño le tenía reservada a Carrasquilla en su Café La Bastilla. Juntos en la tertulia que seguía hasta el amanecer en Guayaquil, con amigos como Efe Gómez, donde comían chorizos y tomaban anisados en el restaurante El Blumen. Y juntos, otra vez, en La Bastilla pasando el guayabo con ese café que era “bueno hasta la última gota”.

Pero ni el edificio La Bastilla que conocemos hoy es la misma casona vieja donde Carrasquilla pasó sus mejores días entre tertulias, ni Jaime es el tipo de hombre que don Hipólito hubiera dejado entrar a su café, como tampoco es el tipo de cliente que le gusta a Jorge Aristizábal, propietario de cuatro negocios en La Bastilla, incluyendo El Antioqueño, donde recibe, según él, “a todos los señores que las mujeres no quieren tener en las casas, pero tienen con qué comprar su aguardiente Antioqueño”.

Dicen que en el carriel de un paisa hay dados, una baraja española y aguardiente, o sea, lo mismo que Jorge vende. Es hijo de Enrique Aristizábal, antiguo dueño del bar Candilejas, y sobrino de Alonso Aristizábal, El Montañero, conocido en su época como “el zar de los negocios”, otrora dueño del bar El Ganadero. Los locales de Jorge abren con el primer noticiero de la mañana y desde esa hora se sirve ron, aguardiente y tinto y están disponibles las apuestas electrónicas de deportes, los billares, las cartas y el ajedrez.

Tomarse La Bastilla

Escuchen:

¡Ay garitero! ¡Ome garitero!
¡Tómese un guaro, Manuel!
¡Pida media de guaro si quiere!

Están gritando en un sitio donde agitan un vaso negro con un par de dados, que luego dejan caer sobre dos mesas de billar. A una le dicen “la de los ricos” y a la otra, “la de los chichihuevos”. En la primera sacan billetes de cincuenta mil y apuestan en una ronda hasta quinientos mil pesos. En la otra, apenas se cuentan algunas monedas y unos billetes arrugados de mil pesos que no alcanzan a sumar diez mil. En la primera, un hombre que ha pedido tres guaros seguidos pierde 300 mil pesos; en la segunda, un hombre flaco, de mirada adusta, acaba de ganar sin emocionarse cinco mil.

Según el historiador Jorge Orlando Melo, esos lugares, donde los hombres de clase alta tomaban trago mientras jugaban póker, tute, dados y otros juegos de azar, eran considerados por las autoridades y por la iglesia como “sitios de corrupción, aniquilamiento de las fuerzas físicas y del derroche”. Cuenta Ricardo Olano en sus memorias que antes de que don Hipólito fuera el propietario de La Bastilla, el sitio tenía un aspecto “miserable” y allí se reunía gente de “mala catadura” y además “tenían juegos prohibidos”. Don Polo —así le decían—, como buen comerciante, inspirado en los cafés de Venezuela, invirtió once mil pesos en mejoras cuando lo compró en 1919; le puso baños, le cambió el nombre y puso una cafetería donde la tertulia dejaba la empanada de lado, como era la costumbre, y se amenizaba con ritmos norteños, alhelí y mucho café.

Esa vieja casona fue demolida en 1940, cuando ya pertenecía a los señores Vásquez Uribe, y Medellín se preparaba para ensanchar Junín. Tomarse La BastillaSobre el antiguo café se levantó un edificio de arquitectura moderna, con enchape de piedra bogotana y una altura de ocho pisos, símbolo de la industria del café tostado y empacado de La Bastilla que, según Lisandro Ochoa, en 1943 ya era expedido en 580 negocios, entre cafés, cantinas y bares.

Fue en ese momento cuando se comenzó a abrir un pasaje para conectar a La Playa con la calle Colombia, más arriba de Junín, justo donde la Fundición J.V.&H., propiedad de la familia Gutiérrez, derretía el oro que venía de Segovia. Esto obligó a cortar parte de la estructura de la fundición para abrir el pasaje que haría honor a la historia del Café La Bastilla. En el sector se construyeron otros edificios como el Lucrecio Vélez, el Grancolombia y el San Fernando, que hoy hacen parte del área de interés del Centro tradicional e histórico que protege la Nación. Más adelante, hacia 1968, el Departamento Administrativo de Valorización Municipal decretó que debía extenderse como un corredor peatonal en sentido sur, pasando por Ayacucho hasta llegar a Pichincha.

Con el tiempo, las tres cuadras, al estar separadas, cultivaron vocaciones distintas: el café, el aguardiente y las apuestas entre La Playa y Colombia; los libreros y los loteros entre Colombia y Ayacucho, y, separados por el tranvía, abrieron los almacenes de ropa femenina entre Ayacucho y Pichincha.

Tomarse La Bastilla

Hoy la chimenea de la Fundición Gutiérrez está oculta detrás de cuadros de ajedrecistas famosos, dentro del Salón de Billares Maracaibo. El nombre de La Bastilla terminó recordando más a la vieja cantina con juegos prohibidos que tanto detestaba Olano, que a la bohemia intelectual que animaba las conversaciones con sobredosis de café.

Por eso, los comerciantes y los libreros se han unido para crear, junto con la Alcaldía de Medellín, la Empresa de Desarrollo Urbano (EDU) y la Gerencia del Centro, una nueva imagen para estas primeras décadas del siglo XXI. Un corredor verde con jardineras amplias y árboles frondosos que brinden sombra a los caminantes que irán desde La Playa hasta Pichincha, o viceversa, sin interrupciones. Un mobiliario uniforme que les permita a los comerciantes aprovechar económicamente el espacio público, como sucede en bulevares como Caminito en Argentina, pero en lugar de tango, los visitantes en Medellín disfrutarán sentarse a tomar un café.

La mayor apuesta que están pensando los comerciantes es exhibir en cada local un fragmento de la historia del Café La Bastilla, una especie de museo a cielo abierto, patrocinado por empresas como Bavaria y Colcafé, que necesitará del impulso de agremiaciones como Asobastilla para que este espacio se transforme como lo está pensando Jorge, el comerciante: “Será un sitio obligado para que todo turista que venga a Medellín se tome una selfie en uno de nuestros cafés y detrás, como testigo del cambio, aparezca el Coltejer”.

Quizá esa chimenea escondida en uno de los billares sea el símbolo de un sitio donde se funde todo lo que fuimos alguna vez.

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