Parque de Bolívar

Profetas, ociosos, adivinas, vendedores, artistas y demás, van y vienen libres alrededor del Libertador

En los años veinte del siglo pasado, el Parque de Bolívar tenía una verja de hierro forjado y una puerta con cerradura. Las nanas de las familias señoriales cargaban una llave para abrirla y entraban a darles un baño de sol a los bebés. Pero el cerco fue demolido y el disfrute del parque ya no fue privilegio a puerta cerrada.

El lugar ahora es variopinto y lo engalanan bellezas que guardan una sorpresa bajo sus faldas, aunque a veces un vozarrón las delate. De las conocedoras del hado, como las gitanas que en los ochentas le cortaban el paso a los transeúntes para leerles el destino en la mano, hoy se sientan en el parque las lectoras de las brasas del tabaco encendido, capaces de predecir la llegada del amor esquivo. Y el pasillo lateral, que da a la carrera Ecuador, frente al Teatro Lido, ahora es corredor de profetas; todo aquel que se siente tocado por la gracia del verbo alza su voz y allí amplía su tribuna. En el Parque de Bolívar nadie predica desierto.

El primer sábado de cada mes, al parque lo visita un santo: Sanalejo, un mercado de las pulgas en cuyo río revuelto pescan un vendedor de plantas en miniatura, un hacedor de pompas de jabón y Don Lino, un señor que sobre un gramófono pone a bailar una muñeca mecánica que él mismo construyó.

 

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