Cada domingo, con frío o calor, poco importa, el sucio atrio gris de la Catedral Metropolitana se convierte en un palco para contemplar el show de Danny. La cigarrera y vendedora de dulces se convierte en actriz, libretista y cantante.
Antes de la siete y treinta, distribuye sobre el suelo los objetos de su número de hoy: varios muñecos sin manos, piernas o cabezas; un maniquí de casi uno noventa con rostro a lo Kent —el esposo, amante o novio de la Barbie— y con un cuerpo
de trapo; una guitarra casi inservible; vestidos de varios colores y remiendos; tapas de ollas, una bocina, una pandereta, una bañera de bebé que, según las circunstancias, será automóvil, lavadora, etc.
Las puertas de la catedral se cierran para que la actriz más importante del Parque de Bolívar haga su número. Danny se santigua como un torero antes de su faena o un equilibrista en su número más escalofriante. Ojalá, la Virgen no lo quiera,
no venga la policía con sus secuaces para impedir que la actriz demuestre sus mejores artes.