Es extraño encontrar a una hada madrina —otros dicen que es Blanca Nieves vestida de novia blanca— en la ciudad de Medellín. Hadas ha habido en Medellín, claro está, como la Marquesa de Yolombó o la Macuá. De la primera hay noticias en la página inicial de la novela Fuego secreto de Fernando Vallejo: “¡Mierda!, dijo la Marquesa, poniendo las tetas sobre la mesa. ‘Con quién peleo, si sólo maricas veo’…”. La Marquesa murió desangrada, en una playa de San Andrés, con las venas cortadas por desamor (otros dicen que murió asesinada por su amante junto al mar).
La segunda, la Macuá, está en la memoria de los habituales de ese antro con pretensiones de bar que era La Arteria. En las noches de farra, que eran casi todas, esta hada solía contar los pormenores eróticos de la noche en que fue la primera Dama de la Nación. La Macuá murió en un accidente de tránsito; su carro cayó a un abismo luego de salir de una fiesta en que se le coronó como la reina de la rumba.
Danny es la última hada que le queda a esta ciudad sin hadas. Vende cigarrillos y dulces por la Avenida Oriental, vestida de hada madrina, Blanca Nieves o novia. Sus largos trajes se arrastran por estas calles sucias de polvo, barro o sangre. Al pasar, deja su estela de actriz de atrio de iglesia, sin importar el humo envenenado que expelen los buses por la Avenida Oriental.
Ella también sueña con ser una actriz de televisión. Ser la protagonista de una telenovela, en la que pueda cantar, ser vejada y, luego de un aciago y cantado destino, redimida, por la conmiseración mercenaria de un libretista, con un príncipe.
Cada domingo, con frío o calor, poco importa, el sucio atrio gris de la Catedral Metropolitana se convierte en un palco para contemplar el show de Danny. La cigarrera y vendedora de dulces se convierte en actriz, libretista y cantante.
Antes de la siete y treinta, llega Danny en una bicicleta arrastrando una carreta en la que trae un baúl y la utilería necesaria para el show de la noche. En silencio distribuye sobre el suelo, entre las escalinatas de la catedral y la pequeña fuente de agua del parque, objetos de su número de hoy: varios muñecos sin manos, piernas o cabezas; un maniquí de casi uno noventa con rostro a lo Kent —el esposo, amante o novio de la Barbie— y con un cuerpo de trapo “desgonzado”; una guitarra casi inservible; vestidos de varios colores y remiendos; tapas de ollas, una bocina, una pandereta, una bañera de bebé que, según las circunstancias, será automóvil —colectivo, Mercedes Benz, un convertible—, lavadora, etc.
Los pocos o muchos feligreses —su número depende de la temporada de atentados o festividades de la ciudad o el país— que salen de “la primera catedral del mundo más grande construida en ladrillo”, pasan de largo, sin detenerse a esperar el show estelar que se avecina a las puertas de su templo de arquitectura románica.
Las puertas de la catedral se cierran para que la actriz más importante del Parque de Bolívar haga su número. Suena la campanada de las siete y treinta. Danny se santigua como un torero antes de su faena o un equilibrista en su número más escalofriante. Ojalá, la Virgen no lo quiera, no venga la policía con sus secuaces para impedir que la actriz demuestre sus mejores artes.
Antes del gran espectáculo, Danny va de un lado a otro, mientras en las escalinatas de la Metropolitana se oyen los murmullos de los asistentes ya debidamente sentados o los “disculpe” de los espectadores que se acomodan (los que siempre llegan tarde a todos los espectáculos). Los transeúntes o algunos piadosos rezagados se transforman en espectadores por el corrillo y el no tener que hacer algo aquella noche de soledades. Danny es la reina de aquel parque de profetas vociferantes y discutidores de las palabras de Nuestro Señor Jesucristo o la Revolución cubana, o vendedores de crispetas, bebidas frías y calientes, borrachos roncando la última ebriedad, putas, jíbaros, algún extraviado sobreviviente del domingo, marihuaneros, policías, pordioseros y transeúntes sin clasificar o en el ítem “otros”.
Cuando todo está dispuesto —un revoltijo de objetos que recuerda la venta de piezas de segunda en las grandes ciudades—, la actriz, con una bacinica en la mano, cobra la “entrada”. Entre broma y broma Danny solicita al público el pago por el espectáculo. En su recolecta deja frases como “dio 50 pesos con cara de 100 pesos”, o pregunta con ironía: “¿Tengo que devolverle de los 50 pesos?”. O dice, después de comprobar la moneda insignificante de uno de los espectadores: “Uno puede ser de todo, lesbiana, marica o policía, pero nunca tacaña…”.
Luego hace una presentación de los personajes (“el reparto”). “Los de siempre”—dice— “las gemelas”, el Nuevo, la mamá, Mónica, Mónico, el Todavía no ha nacido, los siameses “pegados por la cabeza”, Chita (el tigre Hobbes), el zoológico (un perro)… “y yo, Danny”.
Al mismo tiempo, ya habían empezado a mezclarse las conversaciones de los otros usuarios que estaban pegados a las cadenas de la muchacha, que como un pulpo comercial ofrecía los servicios de todos los operadores telefónicos. Ante semejante maraña de voces y sensaciones no me había dado cuenta de que ya había trenzado mi cadena con la del vecino y lo tenía enlazado como a un corderito. Éste, tratando de desatarse de mí, a su vez rodeó con la suya a un rapero que discutía con alguien al otro lado de la línea.
Antes de iniciar el show anuncia sus patrocinadores, y pide aplausos para el mayor de todos: el Espíritu Santo. “Hola, cómo están, el Show de Danny, que hago yo, va a empezar. Obra de teatro, de Danny, más conocida, como la gamina, porque una tiene que tener personalidad”. Danny presenta su show. Los títulos ya son un programa. Antes de dar inicio a los “episodios de hoy”, recorre el estrecho escenario marchando con una “bandera gay”: una sábana de color azul y blanco, que luego le sirve de bandera patria, de toalla, cobija, abrigo, cortina o capa de heroína.
“Nuestro episodio de hoy…”, y da nombre a sus episodios con evocaciones de las telenovelas de los años 70 u 80: “Una mujer de la calle”, “Quién lo iba a creer, pero ella triunfó”, “Hoy no puedo celebrar el día del padre porque mi hija se volvió pentecostés” o “No era ella”…
Hay momentos de tensión: Danny discute con uno de los espectadores. Por momentos, algunos tememos que se escenifique la típica viñeta colombiana: gritos, puños, un puñal o una bala, sangre, carreras… Recordamos, debe ser parte de la leyenda, que Danny fue encarcelada por prender fuego a una niña que la molestaba con sus burlas impidiéndole mostrar todas sus dotes de la mejor actriz de la calle… O que esa actriz recibió un balazo en la mejilla; querían robarle sus pobres bienes.
Nada sucede, o sucede, pero al filo: breves escaramuzas, un niño impertinente lanza un objeto, insulta a Danny, y ella lo persigue con un garrote, alrededor de la fuente del parque… El niño no logra correr lo suficiente y recibe un golpe en la espalda; un llanto, un regaño y un insulto de Danny, y el espectáculo sigue.
Otro momento de tensión: Danny, en uno de sus números, decide quemar a su enemiga (representada por una muñeca desmembrada, con cicatrices que recuerdan que ha estado en otros espectáculos) y le prende un zapato a uno de los asistentes; es el furor propio de la actriz entregada a su papel de diva. El hombre, con el zapato en llamas, corre hasta la fuente salvadora y sofoca el accidente con agua sucia.
Danny continúa. El show es la única vida de una actriz. Poco importan los zapatos o los niños en llamas; una actriz debe entregar su alma, que es cuerpo y solo cuerpo, a su público. Y para olvidar un poco ese incidente, que le puede suceder a la mejor actriz del momento, decide representar su versión teatral de la historia de la humanidad.
Un día las estrellas se cayeron por haber desobedecido a Dios, quien había puesto (y prohibido, los dioses siempre prohíben) junto al “palo malvado” un pan con mayonesa, y conminó a Adán y Eva a no comer ese “aperitivo”.
Y Dios hizo el viento (que es representado por un trapo, que se agita), luego la tormenta (agitación frenética del trapo), el agua (el trapo cae lentamente: “cómo tarda en caerse el agua”, exclama Danny), y después Dios hace la tierra que trae de otra parte, fabrica los huevos, las papas, las cabras y un animal rarísimo (quizás extinguido, o todavía vivo en la mente de Danny), el “dinoroceronte”, ah, y por último, Dios siempre tan impertinente, le mandó una arepita (paisa) a la humanidad…
Entonces aparece un ángel sin cabeza (un muñeco rollizo, sucio y sin sexo) en medio de la historia de la humanidad. Hace una aparición ante Eva, y le dice que viene sin cabeza porque ella no soportaría verle la cara. Con cabeza o sin cabeza, el ángel cumplía con su deber, y les comunicaba a los inquilinos desalojar el Paraíso.
Como castigo a Adán y Eva, por comerse el fruto prohibido (“pan con mayonesa”), Dios los transformó en monos. Los primates inspiran una prolongada enumeración a la actriz. Y nació la guerra, nación contra nación, y luego apareció el mundo gay, el mundo de las lesbianas, las fábricas, los niños y las cocacolas… Hasta que llegan Adán y Eva a las lomas obreras del barrio Santo Domingo.
Luego de esta historia de la humanidad, da paso a una viñeta de familia (a decir de Genet, la “célula criminal de la sociedad”). Una madre, ex millonaria, que no tiene ahora nada que comer, discute el menú con sus tres hijos:
—Hoy no hay nada para comer, a pesar de que me casé con un millonario. Bueno, hoy vamos a cocinar la cabeza de este hijo mío —y mete la cabeza de un muñeco en una olla a presión—.
—¡Ay mami!, ¿vamos a comer la cabeza de mi hermanito?… yo no quiero comer… Me da asco —se lamenta una muñeca sin brazos, pero con la cabeza intacta, y que encarna los lamentos de la hermana mayor.
—Para que deje tanta reparadera a usted también le voy a cocinar la cabeza. Ahora cada uno se va a comer la cabeza del hermano…
—¿Y yo qué? — pregunta con reproche la hermana menor.
—Vos te hubieras salvado gonorrea si te hubieras quedado callada, pero vas a ver —y echa la muñeca en la olla a presión; pero es demasiado grande para caber en el recipiente— Agradecé que no cabés en la olla…
Luego vienen otros sketches y frases a lo Danny, que evocan el despedazar o la cultura popular de la televisión: a una muñeca sin brazos le dice: “Maricona, te he dicho que no vengas sin manos a comer”; a otro muñeco le dice: “Póngase la cabeza que ya nos vamos”; o le explica a una muñeca sin piernas, que la abuela no volvió a trabajar, porque le robaron la cabeza y se quedó ciega.
Para el cierre de la noche, hace de la Mujer Maravilla. Con pólvora encendida, para uso de los niños (“la chispita mariposa que es deliciosa, nutritiva y luminosa”) y amarrada al cinturón, da vueltas para convertirse en la heroína que es.
Después de las despedidas y los besos, Danny advierte que no vendrá el próximo domingo, pues está de gira; hará un show en una casa, la invitaron a amenizar una piñata de primera comunión.
Al final del estropicio escénico, Danny recoge sus muñecos, el cinturón plateado de la Mujer Maravilla, la bañera de niño, la bandera gay, ollas, tapas, sombreros, capas y aviones de plástico. Los mete en el baúl. Los últimos besos. Se monta en la bicicleta con su carreta cargando la utilería de la diva del Parque de Bolívar.
Deja su estela junto al atrio de la catedral: arena, tinta roja desparramada en el escenario, harina. Y un domingo más liviano para los que contemplaron la diva mayor del Parque de Bolívar. La única diva del centro de Medellín. La última hada.